domingo, noviembre 02, 2008

El papel de la empresa en el siglo XXI

Forum 2004 - Documentos: El papel de la empresa en el siglo XXI
Síntesis diálogo

Diálogo de referencia: El papel de la empresa en el siglo XXI

La empresa ha venido consolidando durante los últimos años su posición como elemento principal de generación de progreso y desarrollo, por lo que es necesario que en este siglo que ahora comienza desempeñe un papel de mayor responsabilidad social.

Con los avances experimentados por el liberalismo económico y la globalización durante los últimos años, la empresa parece ganar peso frente a gobiernos y otras instituciones mientras se consolida su consideración como principal motor de creación de riqueza, progreso y desarrollo. La empresa inicia pues el siglo XXI con un mayor poder del que ha ejercido nunca anteriormente.

En este contexto se entiende desde un creciente número de actores sociales que este mayor poder conlleva también mayores cuotas de responsabilidad. Por ello, paralelamente al crecimiento de su fuerza, se demanda a la empresa del siglo XXI una mayor implicación social en su condición de “ciudadana”. En el siglo que comienza no basta con que la empresa cree valor sólo para sus accionistas, deberá hacerlo también para el conjunto de la sociedad en la que actúa, con iniciativas que vayan más allá del que hasta el momento ha sido su estricto ámbito de actuación. Es la llamada responsabilidad social corporativa.

Dos posiciones básicas se recogen frente a esta demanda. La primera cree que los problemas sociales del mundo pertenecen únicamente al ámbito de responsabilidad de los gobiernos y que, tal como afirma François Perigot, presidente de la Organización Internacional de Empresarios, “no se debe demandar a las empresas más obligaciones y responsabilidades de las que asumen los propios gobiernos”. La segunda considera que las empresas van más deprisa que los gobiernos a la hora de modelar el mundo en el que vivimos y que, por lo tanto, en palabras de George Kell, director ejecutivo de Global Compact, “las empresas deben ser parte activa de la solución de los problemas que aquejan al planeta”.

Pero, ¿existe una verdadera voluntad por desempeñar este nuevo papel? Muchos de los representantes del mundo empresarial repiten que sí, que detectan en los altos ejecutivos y en los consejos de dirección una voluntad de cambio. Otros, los más escépticos, recordando actuaciones presentes y pasadas, insisten, como Ignasi Carreras, director general de Intermón-Oxfam, en que “el cambio en las empresas no será efectivo de no existir una auténtica presión social”.

Pero, entre las posiciones de unos y de otros, el concepto más repetido y con más posibilidades de convertirse en verdadero motor de esa transformación necesaria es el del pragmático “altruismo egoísta”.

Esta idea entiende que, dando por hecho que entre estándares éticos e incrementos de beneficio los segundos tienen las de ganar en las empresas por su propia razón de ser, será pues necesario hacer que los negocios se beneficien financieramente de su conciencia social o, al menos, les perjudique económicamente la carencia de ésta.

El contexto de la actual globalización económica y comercial, cada vez más contestada socialmente, supone un primer y nuevo territorio en el que poner en práctica desde el mundo de la empresa este altruismo egoísta. Mientras se entiende que la empresa del siglo XXI debe casi por obligación ser una empresa global, y son muchos los que consideran que en la globalización está la solución a la pobreza en los países en vías de desarrollo, también existe un consenso casi general sobre el hecho de que la apertura de fronteras al comercio exterior no soluciona por sí sola la falta de desarrollo. La globalización es positiva, se considera desde el mundo de la empresa, pero la responsabilidad social corporativa demanda otro tipo de globalización diferente del llevado a término hasta el momento.

Se trata, por ejemplo, de entender como una fuente de oportunidades de negocio la llamada base de la pirámide, los 4.000 millones de habitantes de la Tierra que viven en la pobreza con ingresos inferiores a los cuatro dólares diarios. Sólo así, se considera, pueden esos miles de millones de personas excluidas de unos mercados tradicionalmente diseñados para mayores poderes adquisitivos, acceder al desarrollo social y económico que puede suponer su acceso a bienes y servicios básicos.

Se trata, sin embargo, de una oportunidad de negocio a la que cabe acercarse con propuestas que para que sean rentables han de ser también originales e imaginativas. Porque para aprovechar este potencial la empresa debe saber que es necesario otro paradigma de negocio diferente al habitual, tal como demuestran numerosos ejemplos de éxito, como las artesanías de BiBi Productions o la red de telefonía móvil formada por 100.000 autoempleados en Bangladesh gracias a Grameen Phone. Se trata de un paradigma en el que es necesario contar con la colaboración de actores diferentes a los habituales y en el que el máximo beneficio no tiene por qué ser necesariamente el principal objetivo empresarial. Es en este nuevo paradigma en el que parece moverse con mayor facilidad la reivindicada figura del emprendedor social, un nuevo tipo de empresario que incluye la responsabilidad social en su estrategia de negocio.

Pero, más allá de la convergencia entre progreso y negocio en la base de la pirámide y en los países en vías de desarrollo, el debate sobre el papel de la empresa en el siglo XXI se centra también en el problema de cómo aplicar ese altruismo egoísta en el llamado primer mundo, donde realmente se produce el 90% de la actividad empresarial y se encuentran los órganos de decisión que podrían ser el motor de una verdadera transformación.

Es en este debate donde algunas voces hablan de autorregulación al mismo tiempo que otras demandan un incremento de leyes y de elementos de control por parte de los gobiernos, mientras la mayoría vuelve a coincidir en la necesidad de hacer converger responsabilidad y oportunidad, atendiendo a la complejidad y competitividad de un entorno cultural en el que durante décadas el máximo beneficio ha sido la razón de ser de las empresas. En este contexto, en el que se constata el enorme valor económico de la marca o reputación, se dibuja como empresa socialmente responsable aquella que encuentra un nuevo modelo de integración social añadiendo la necesidad de contar también con un capital social y medioambiental a su tradicional obligación de generar capital financiero.

Como afirma Miguel Martí, vicepresidente de comunicación del Grupo Nueva de Costa Rica, “no puede existir una empresa exitosa en una sociedad fracasada”. Con esta premisa la empresa del siglo XXI entiende la responsabilidad social como imprescindible para su supervivencia a largo plazo, ya que ve sometida su actuación al escrutinio no sólo de sus accionistas sino también de otros elementos o stakeholders tales como los empleados, gobiernos locales, regionales o nacionales, los medios de comunicación, ONG… y, sobre todo, los propios consumidores. Pero para que estos stakeholders ganen verdaderamente el peso que frente a las empresas han ido perdiendo los gobiernos, es necesario superar el problema de la falta de información. En este sentido, las nuevas tecnologías y la constitución de una sociedad en red en la que participan más voces que nunca anteriormente, facilitan y potencian nuevas formas de control social sobre la responsabilidad de las empresas.

En este entorno, la transparencia y la accountability, el rendir cuentas de toda actuación empresarial, se hace por tanto elemento imprescindible de buen gobierno empresarial. Y con ello la necesidad, reiteradamente demandada, de una metodología universalmente adoptada para valorar empresas desde la óptica de su responsabilidad social. Una demanda nada baladí cuando, por ejemplo, en la idea de unir beneficio económico a la responsabilidad, surgen fondos de inversión e índices de referencia bursátil especializados en compañías consideradas éticas o socialmente responsables que invierten recursos para poder pertenecer a estos fondos.

Finalmente, más allá de las nuevas o viejas formas de control, se apela también al componente ético del nuevo empresario, del emprendedor, el directivo o el consejo de dirección del siglo que ahora comienza. Un componente ético que cabe potenciar desde las propias escuelas de negocio, y que ha de contagiar una nueva manera de actuar con la promoción de las numerosas historias de éxito que demuestran que es posible obtener beneficios aplicando modelos de negocio sostenibles. Un líder ético que, como definió Edward Freeman, director del Olsson Center for Applied Ethics, “es aquel que cuando llega a casa puede explicar a sus hijos lo que ha hecho ese día en el trabajo”.

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