Tres cuentos sobre la logística
Esopo escribió cuentos en la antigua Grecia. Recurría a metáforas de la vida diaria, protagonizadas por animales, con las que explicar lo que los filósofos no sabían cómo. El pueblo llano los entendía perfectamente y era capaz de extraer sabias conclusiones sobre el comportamiento del género humano.
Las historias que siguen no son fabulaciones del autor. Estos relatos son verídicos. Sucedieron en el pasado y volverán a ocurrir en el futuro, porque el hombre es un ser que tropieza más de una vez con la misma piedra. Tienen en común que la logística está presente en todos ellos.
Erase una vez un fabricante levantino de galletas que empezó de la nada con un producto sencillo y original. No lo fabricaba nadie más que él. Poco a poco, esta galleta se iba abriendo paso en el mercado. Primero, el mercado local; después, la expansión por todo el territorio nacional. Los grandes competidores habían ignorado el producto durante años; ni siquiera se habían planteado fabricar algo parecido para competir. Sin hacer ruido, la marca y la galleta habían quedado asociados por los consumidores.
La gerencia de la empresa se sentía orgullosa de los frutos de tantos años de trabajo: una marca reconocida y unos beneficios que animaban a seguir por el camino emprendido. Su estado de ánimo se tornó en preocupación cuando, por razones que no vienen al caso, la última línea de la cuenta de explotación comenzó a ruborizarse. En un principio, no se le dio la mayor importancia; se pensó en una de las muchas situaciones coyunturales que había vivido y superado sin grandes esfuerzos. Los nervios se desataron poco tiempo después, cuando el rubor persistía. Había que tomar medidas drásticas. La medicina para recuperar la color sería una drástica reducción de costes en todas las áreas de la empresa.
El responsable de logística se vio obligado a acumular pedidos de los clientes durante algunos días. Los transportaba y entregaba con vehículos de mayor capacidad, mucho mejor aprovechados que en el pasado; así ajustaba sus costes de distribución física.
Bastantes pedidos se entregaban fuera de plazo; algunos se rechazaban y parte de la mercancía volvía al almacén de la fábrica. Las reclamaciones de los clientes crecían y se despachaban con un repertorio de excusas cada vez menos creíbles. Su malestar aumentaba y los pedidos disminuían.
Los directivos confiaban ciegamente en salir de los números rojos con los recortes de costes. Mantuvieron esa política contra viento y marea.
Los ahorros de costes de distribución física se notaron mientras la paciencia de los clientes no se agotaba. La lenta pérdida de clientes revelaba síntomas evidentes en toda la empresa. El ritmo de producción bajaba porque los almacenes se colapsaban de mercancía. El personal del almacén tenía tiempo de sobra para hablar de lo divino y lo humano. Sin embargo, el aprovechamiento de los vehículos seguía siendo bueno, pero partían con menos frecuencia. La empresa se dirigía hacia una espiral de final inexorable: ser engullida por el ojo del huracán.
Las pérdidas de explotación llegaron a tal punto, que sólo cabían dos alternativas: cerrar la empresa o venderla. El negocio acabó en manos de un grupo multinacional por un precio irrisorio y se puso manos a la obra para reflotar la marca. Años después, la vendió a otro potente grupo nacional del sector, quien la gestiona en la actualidad con normalidad.
Erase otra vez la filial española de distribución física de un gran grupo multinacional del transporte. El desembarco en el país se produjo mediante la compra de una conocida empresa local, que contaba con una extensa cartera de clientes y un volumen de envíos nada despreciable. El plan inicial era mantener la Dirección existente e ir sustituyendo paulatinamente a sus miembros por otros que guiaran a la empresa hacia los estándares marcados por la superioridad. Mientras, la empresa seguía su actividad y todos sus planes se cumplían, salvo uno: el financiero. Año tras año, la explotación del negocio arrojaba pérdidas crecientes, sin importar lo que se hiciera; el propietario las cubría religiosamente. Algún alto mandatario se engañaba pensando que las pérdidas eran el precio a pagar por mantener la marca en el país, lo cual reforzaba la imagen global de la marca en el mundo. Pero esta tesis no se pudo mantener durante mucho tiempo; los accionistas estaban ávidos por recibir mucho dinero al final de cada ejercicio, y no se resignaban a soportar pérdidas prolongadas en ningún lugar del planeta.
Para sacar a la empresa del pozo, contratan a una primera figura del mundo del crédito. Como primera medida, pide elaborar unos presupuestos draconianos diarios para cada departamento. Quien osara sobrepasarlos se enfrentaba a un despido fulminante. Los operativos respiraban aliviados los días de poco tráfico y temblaban los días de mucho. Al ver el primer despido, pasaron a la defensiva; todos se ajustaron a su presupuesto. La operativa cambió. Los días de mucho tráfico quedaban cargas retenidas en los puntos de transbordo, que se intentaban sacar en los días tranquilos. Las quejas de los clientes empezaron a aumentar. Los puntos de transbordo estaban al borde de la saturación; los trabajadores se desplazaban saltando por encima de los bultos retenidos. Los errores en la carga de vehículos y los bultos perdidos estaban a la orden del día. El primer ejecutivo se vio forzado a ampliar su presupuesto para quitar el monumental atasco formado. Las restricciones presupuestarias se levantaron. Algunos clientes emigraron a la competencia; no estaban dispuestos a pasar otro calvario similar. Fue el primer precio que pagó por su desconocimiento del negocio.
Su pelea por los resultados se centró, entonces, en los precios. Pidió conocer los costes de transporte por cada combinación origen-destino, desglosados por tramo de peso. También ordenó un estudio de rentabilidad por cliente. Una vez tuvo ambas cosas, decidió prescindir de los clientes no rentables y publicar una nueva tarifa general, basada en un margen sobre el coste, de aplicación a todos los clientes, sin excepciones. Los comerciales serían los ejecutores de esas medidas. Temblaron al conocerlas, pero las trasladaron a los clientes. Volvían a la oficina con algún cliente menos. Al acabar la campaña de comunicación, se pasó a evaluar los resultados. Una semana después, ante el estupor de la Dirección, la empresa aún perdía más dinero. Pronto se cayó en la cuenta de que los clientes perdidos y expulsados cubrían una parte importante de los costes fijos de infraestructura. Los comerciales abandonaron su trabajo por unos días; volvieron, llenos de vergüenza, a rogar la vuelta a los clientes perdidos, con el compromiso de mantener sus condiciones previas a la subida. Alguno volvió, pero no todos.
El primer ejecutivo se sintió impotente y tiró la toalla; fue sustituido por otro que conocía profundamente el negocio. En poco tiempo tuvo un diagnóstico de la situación. Se limitó a esperar a que alguien certificara la defunción y cobrar lo negociado en su contrato. Mientras, la empresa no abandonaba la senda de las pérdidas. Al propietario se le acabó la paciencia y decidió liquidar la parte del negocio no rentable. Llamó a unos sicarios – perdón, consultores- para que hicieran el trabajo sucio. Les vende la empresa, pero no la marca, les da un dinero y cubre la deuda pendiente; ellos se encargan del resto.
Un fabricante de neumáticos, conocidísimo en todo el mundo por la publicidad en las carreras de coches, llega al mercado con intención de quedarse en España. A pesar de su nombre, de tener precios y plazos de entrega similares a sus competidores, no lograba vender las unidades que quería mediante procedimientos convencionales. Su operativa logística se basaba en un almacén único, situado en la provincia de Madrid, desde donde atendía a todos sus clientes.
Optó por una estrategia heterodoxa con la que ganar la cuota de mercado que no tenía: aumentar el valor del producto sin alterar el precio. Solo la podría poner en práctica para los clientes próximos a su almacén, que suponían alrededor de la cuarta parte de sus ventas. Cuando comprobó que la idea era viable, envió a sus vendedores a visitar los talleres. Les ofrecían entregar los neumáticos en medio día, lo que suponía reducir a la mitad el plazo de entrega habitual. Los pedidos realizados antes de mediodía se entregaban durante la tarde; los formulados por la tarde se entregaban en la mañana del día siguiente.
Los talleres aceptaban la propuesta al momento, pero tenían que ver que era cierto. A medida que lo iban comprobando, su confianza aumentaba. Aprovechaban esa ventaja para indicar al público que, montando neumáticos de esa marca, el coche estaría disponible antes y ellos sufrirían menos molestias. Las unidades vendidas aumentaron notablemente, en detrimento de otras marcas. Los talleres sólo tenían neumáticos de la marca como muestras para sus clientes.
El líder destacado del sector, una empresa muy gorda, no hace nada por contratacar. Dos años más tarde, otro competidor decide sumarse a la iniciativa en sus almacenes de Madrid y Barcelona. El líder había resultado dañado y seguía sin inmutarse. Tuvieron que pasar más de diez años para que tomara la decisión de hacer lo propio desde sus almacenes regionales. Nunca es tarde, pero en ese tiempo dejó de vender muchos neumáticos y sintió el aliento de sus competidores en la nuca, pese a no haber perdido nunca el liderazgo.
Moralejas
La logística que prioriza los costes frente a las necesidades del cliente no está abocada al fracaso, porque es eficiente. Quien lo está es la empresa que la practica, porque el cliente quiere un producto con un servicio asociado que no recibe, parte del cual radica en la logística.
En los mercados competitivos, las diferencias tangibles entre los productos son mínimas. Decidirse por uno concreto queda al azar del comprador. Sin embargo, el azar cobra menos importancia si el producto se acompaña con servicios que los competidores no prestan, como es la logística; la probabilidad de venta aumenta.
La supervivencia de las empresas pasa, en buena medida, por primar el servicio al cliente y por añadir valor a sus productos. Los costes quedan en segundo plano frente al cliente, pero no deben descuidarse en el seno de la empresa.
La logística forma parte del servicio al cliente y del valor del producto. Si hay cliente, hay logística; si no hay logística, no hay cliente.
Los gestores inteligentes buscan mantener elevados niveles de servicio con el mínimo coste posible, en este orden, y más en los tiempos actuales, en que los clientes exigen niveles de servicio cercanos a la perfección.
Después de leer estos cuentos ¿quieres contar el que has vivido?. El blog lo acogerá encantado y te lo publicará. Por favor, envíalo a mi dirección de correo electrónico con tu foto.
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