lunes, diciembre 24, 2012

'Diciembre, mi padre y la nostalgia', relato de Juan Gossaín



'Diciembre, mi padre y la nostalgia', relato de Juan Gossaín

'Diciembre, mi padre y la nostalgia'

El periodista recuerda los días de su infancia y la Navidad en San Bernardo del Viento.

Cada vez que se publica una crónica mía en este diario, los lectores se dedican a tomarme el pelo -como si lo tuviera- en el correo de la página electrónica. Los más amables me llaman anciano persistente y con palabras de buena crianza me mandan a cuidar bisnietos. Los menos refinados me dicen, abiertamente, viejo cansón.
Reconozco que ambas partes tienen razón. La prueba irrefutable de mi decrepitud es que ya resolví ponerme en manos de los especialistas en geriatría, esa ciencia moderna que consiste en ayudar a que los viejos empeoren mejor. Confieso, además, y como si hicieran falta otros síntomas, que la nostalgia me está agobiando, sobre todo cuando llega diciembre, que es un mes cargado de añoranzas y evocaciones. En esta época del año uno se pone sentimental y como tristongo.
Mi padre solía decir que la verdadera vejez se inicia cuando los recuerdos pesan más que las esperanzas. A propósito de diciembre, de mi padre y de la nostalgia, recuerdo que desde los últimos días de noviembre formaba una fiesta en la casa solariega de San Bernardo del Viento. Había llegado la hora de armar el pesebre.
Villancico y taconazo
Al anochecer, mientras duraba la novena de aguinaldos, el padre Benicio Agudelo sacaba el viejo armonio de la iglesia y lo tocaba él mismo, dándoles porrazos a las teclas. Siete hombres llevaban cargado aquel escaparate bíblico, adornado con telarañas, y lo instalaban en cada esquina.
Como no había luz eléctrica en el pueblo, las farolas de la procesión iluminaban de un color azuloso las noches en tinieblas, que eran tranquilas y frescas. El viento rugía entre los árboles. Brisa y velas estuvieron a punto de quemar algunos ranchos de palma. En cada estación se cantaba un villancico a grito pelado:
A la enanita enana, enanita enana,
enanita eaaaaa,
mi Jesús tiene sueño,
bendito sea,
bendito seaaaaaaa
Perdonen ustedes, pero es que como esos cánticos venían de España, en los pueblos ardientes del Caribe nadie había oído jamás la palabra "nana" y nosotros suponíamos que el villancico se refería a alguna enanita graciosa que estaba en el pesebre de Belén.
Entonces las mujeres de la casa respectiva salían al corredor y lanzaban sobre la muchedumbre de muchachos traviesos caramelos y cocadas. Se formaban unos zafarranchos descomunales en los que participaban hasta los perros callejeros, tratando de agarrar algo en el aire salpicado de polvo.
Harry Peinado, que cantaba boleros y se las daba de seductor, descubrió la manera de sacarle provecho al tumulto. Una noche tuvo la mala idea de pellizcarle la nalga a Uchi Morad, que siempre andaba elegante y era tan valiente como hermosa. En medio de semejante tremolina, Uchi se quitó el zapato y le sopló en la cabeza un porrazo con el tacón, delgadito y largo, llamado "tacón puntilla", que estaba de moda en esa época.
Al pobre Harry tuvieron que llevarlo de urgencia al consultorio del doctor Lepesqueur para que le sacara el tacón que, con zapato y todo, le quedó incrustado en el cráneo.
Colinas de papel encerado
Mientras tanto, mi padre iba armando el pesebre en una esquina de la sala. Lo primero que hacía era agarrar unos pedazos de papel muy grueso, endurecido con cera, en el que llegaban envueltos los bultos de mercancía que Coltejer le mandaba de Medellín. Empezaba a guardarlos desde enero. Los pintaba con una tintura verde y echaba sobre ellos motas de hierba recortada del patio, para dar la impresión de que eran las verdes praderas que florecen en la Tierra Santa.
No contento con eso, mandaba que le trajeran de la orilla del río unas piedras grandes y redondas que, metidas por detrás del papel encerado, daban la imagen auténtica de las colinas que rodeaban el establo donde nació Jesús. Con los restos de una vieja cortina de color celeste, que mis hermanas y yo habíamos desgarrado en una pelotera de agosto, mi padre inventaba una cascada que caía desde lo alto hasta un lago redondo. El lago era, en realidad, un pedazo del antiguo espejo del baño, donde él se afeitaba, que mi primo César había destrozado con un palo, tratando de cazar una lagartija.
Lo mejor venía después, a la hora de poner en sus puestos a los protagonistas del milagro. Resulta que mi padre, cuya imaginación no se detenía en las pequeñeces de la lógica, había reunido con paciencia sus figuritas navideñas en distintas partes y durante varios años, de modo que el Niño recién nacido era tres veces más grande que el buey y una garza de pasta blanca, que tenía la pata encogida, era más grande que el lago entero.
Los Reyes Magos y su helicóptero
Jamás renunció a disfrutar la alegría que le deparaba su obra maestra de cada año, ni siquiera en los últimos tiempos de su vida. Achacoso del cuerpo, pero no del alma, se valía del bastón en que apoyaba su pierna fracturada para ir agregándole al pesebre cuanto trasto viejo encontraba en la casa.
Ahora recuerdo, arrullado por la nanita nana de los años, la tarde aquella en que se le ocurrió poner, a mitad del camino que conducía hasta el nacimiento, a un hombre con chaqueta negra de cuero que subía en su motocicleta protegido por un casco. Eran los restos de un aguinaldo que su padrino le había regalado a mi hermano José 3 años antes.
Cuando llegó el 6 de enero, sin embargo, mi padre batió su propia marca de anacronismos: al lado de los tres Reyes Magos puso un viejo helicóptero de pasta que mi tío Abraham Chalita me había mandado de Cartagena para el cumpleaños. Se le había perdido la hélice, pero mi padre la reconstruyó con dos tablitas horizontales.
Si no me equivoco, ya dije que entonces no había alumbrado público en San Bernardo del Viento. No eran esas minucias tecnológicas las que iban a menguar el entusiasmo de mi padre. Con el ingenio que se gastaba para arreglar cachivaches inútiles, consiguió la batería de un tractor descompuesto y la hizo funcionar.
Epílogo con luz, burro y Papa
En un arbolito navideño, cubierto de cenizas del fogón del patio para que pareciera nieve -nieve en aquel pueblo ardiente en el que ni siquiera llovía-, instaló una cadeneta de la que colgaban bombillos de colores. La noche señalada estaba todo el pueblo reunido, a la expectativa, en la sala de nuestra casa y a lo largo de dos calles. Mi padre accionó una palanca de su acumulador de carga. Las luces parpadearon en el aire.
El gentío estalló en una exclamación de júbilo. Unos aplaudían mientras otros lloraban de emoción. Pero la señora Simona Vega, que era nuestra vecina, se quedó mirando el pesebre con la boca abierta.
-Ay, don Juan -le dijo, con sus ademanes de dama distinguida-: usted perdone, pero los Reyes Magos no llegaron en helicóptero.
-Sí llegaron -replicó mi padre.
-Pero si en esa época no existían los helicópteros -protestó la señora Simona.
-Ellos lo inventaron -dijo mi padre, sonriente-. ¿No ve que eran magos?
En ese preciso momento, yo, que tendría nueve o diez años, descubrí dónde es que quedan los territorios sagrados de la poesía.
Por último, les pido un favor: no se les ocurra contarle nunca esta historia al papa Benedicto. Que Su Santidad no vaya a enterarse, por Dios santísimo, de que mi padre ponía motocicletas y helicópteros en el pesebre. Imagínense ustedes, si con el pobre burro se armó semejante problema...
JUAN GOSSAÍN
Para EL TIEMPO


IGNACIO GOMEZ ESCOBAR igomeze@gmail.com skype: igomeze (+57) 3014152370

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