lunes, junio 14, 2010

Manifiesto a fuego lento

 Manifiesto a fuego lento
Por: VIVIANA LONDOÑO
Hace 25 años se atrevió a hablar de cocina, un tema que, para entonces, no le interesaba a nadie. Hoy, Julián Estrada es el investigador de cocina colombiana más consultado en Antioquia y uno de los más reconocidos de Colombia.
Julián Estrada, investigador de cocina
Foto: DAVID ESTRADA
Julián Estrada en una tienda de barrio, donde encuentra infinidad de fuentes para sus estudios.

Viajero incesante, caminante y bebedor. Tendero por gusto, publicista, antropólogo y algunas veces cocinero. Amigo cercano de primeras damas, de artistas famosos y hasta de políticos. Íntimo de señoras de alta alcurnia, pero también de mujeres olvidadas en las cocinas. Así es Julián Estrada, un hombre bonachón, de baja estatura y pelo blanco, que cautiva cada vez que deja salir alguna de sus historias. Es posible que una mañana esté en un remoto pueblo de Colombia caminando sin prisa por la plaza de mercado, con la lengua inquieta y los ojos abiertos, con su pinta de actor francés, de chaleco y de boina, cautivando a las cocineras que se carcajean con sus halagos, mientras él se deleita con sus historias y sabores. Otro día, Julián Estrada puede estar comiendo en su restaurante con Fernando Botero, Juanes o Anthony Bourdain.
 La semana siguiente puede ser jurado en algún festival gastronómico o invitado a un programa de radio hablando sobre sus investigaciones. Quizás esté haciendo la siesta del desayuno, leyendo en el sillón verde de su biblioteca o escribiendo alguna de sus columnas sobre cocina en la soledad que tanto le gusta. Hoy está descansado en su casa a las afueras de Medellín, contando de nuevo una historia, su propia historia. Cuando tenía 18 años, Julián Estrada quería ser periodista, pero una beca para estudiar Hotelería en Bruselas le dio un giro a sus planes. No dudó en salir en barco desde Cartagena a un viaje que se convertiría en ocho años de aprendizaje en Europa. En Bélgica, los ideales marxistas empezaron a deambular por su cabeza cuando visitaba la Universidad de Lovaina. Allí escuchaba a los discípulos de Camilo Torres y a otros pensadores de izquierda de América Latina hablar de cambios sociales y revolución.
 En Europa lo marcó la época de Mayo del 68, de la guerra de Vietnam, de los Beatles y del Pop Art. Un momento de discusión constante, de nuevas ideas y de mucha marihuana.
Cuando regresó a Medellín empezó a estudiar Antropología en la Universidad de Antioquia. Cada fin de semana, acompañado de su novia, abría un mapa y ponía a girar un lápiz para que fuera la punta la que decidiera el destino. Entonces Estrada tenía dos propósitos: buscar charcos y quebradas para hacer un inventario y husmear las vitrinas de las fondas de carretera con fritos recalentados por los bombillos. Así recorrió casi todos los municipios de Antioquia y muchos de Colombia. Su casa, diseñada por él mismo, es amplia y agradable. La luz entra por ventanales grandes que dejan ver un paisaje verde y frío. Una biblioteca generosa en libros de gastronomía y una cocina de madera que incita a cualquier preparación son los lugares más llamativos del lugar. Desde muy joven, Estrada se volvió un viajero incansable de la región del Caribe y la sabana cordobesa. En sus recorridos, poco planeados y sin premura, empezó a darse cuenta de la riqueza de la cocina colombiana y a escribir sobre sus hallazgos.
 En 1989, cuando el Parque Lleras todavía era un barrio, como cualquier barrio de Medellín, compró una tienda en una de sus esquinas y se convirtió en tendero con el firme convencimiento de hacer antropología urbana detrás de un mostrador. Así apareció Cinco Puertas, un bar que se mantiene hasta hoy, pero que hace años dejó de ser atendido por su propietario. El amor por la cocina se lo debe a Carmen Rosa, una mujer que se volvió vieja cocinando en la casa de su abuela paterna. Arequipes, arepas, caldos, pandebonos, morcillas y diversas viandas eran la especialidad de la primera cocinera que se robó la atención de este inquieto por la alimentación. Ese espacio de aromas y hervores, administrado por Carmen Rosa, era el lugar preferido de Estrada, que encontraba en la cocinera toda una alquimista en el manejo de platos y de fogones.
La tarde empieza a caer y la luz abandona la casa. Estrada se levanta y busca en la biblioteca Mantel de Cuadros, una recopilación de varias de sus columnas sobre cocina. Enciende algunas velas, se acomoda de nuevo en la hamaca, busca entre las hojas. Se pone unos anteojos y lee un emotivo texto sobre Martina, una cocinera de la vía Guarne que atizaba el fogón con arbustos de marihuana.
 “Martina, como tantas otras mujeres de su clase, aprendió primero a amasar arepas antes que a pronunciar palabra y puede asegurarse que su vida entera la ha pasado entre ollas, totumas, agua y leña, sin que esto haya frustrado su existencia”. Así reza uno de los extractos de La milagrosa cocina de Martina, uno de los textos más apreciados por Estrada, escrito en los noventa. En la lista de sus amores también está Concepción, una negrona que tiene su fogón en Río Cedro, Córdoba. Sus sabores lo deleitan a tal punto que asegura, convencido, que nunca cambiaría estar en una hamaca en Río Cedro por Nueva York. No se quedan atrás Jacinta, en el Chocó; Mariela, en Támesis, y otras tantas, donde Carmen Rosa se roba el lugar más importante.
 A sus cocineras, Julián Estrada quiere rendirles un homenaje; por eso, en este momento, escribe un libro sobre sus historias y sus preparaciones. Por ahora insiste en crear una revolución de la cocina colombiana, de esas de las que hablaban en su época en Bélgica. Un manifiesto de la cocina, así como el nadaísta. Algo contundente que sacuda a la sociedad. Está cansado de dar las mismas respuestas y de que la cocina colombiana todavía no tenga el reconocimiento que merece. Hoy está en busca de un campero para retomar sus citas con los pueblos de Antioquia y de Colombia, quiere volver a las épocas en las que ningún lugar era lejano ni imposible.
Termina sus palabras, se quita las gafas y pone el Mantel de Cuadros sobre la mesa, descansa su cabeza blanca sobre la hamaca. Más tarde, escribirá lo que hizo durante el día, es el rito diario para mantener su prodigiosa memoria. Lo más probable es que siga pensando, creando y escribiendo sobre cocina colombiana.
vlondono@elespectador.com

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