Por andresospina el 27 de Febrero 2009 2:33 PM
Historias, memorias e imágenes del barrio antaño conocido por ese nombre y hoy profanamente rebautizado con el de Galerías.
Casa en venta
Sus historias y sus cosas van devaluándose a un ritmo veloz y parecido al de la degradación propia e inevitable. Su voz, incapaz como ya es de hablar con la fuerza de mejores días o de defenderse, ya no les es suficiente como para hacerse oír por los salones de la casa a la que empezaron a comprar con dificultad y a plazos hace 60 años, y que ha envejecido con ellos. Que ya principió a ser abandonada, y por la que caminan sus últimos pasos, con suma dificultad.
Sus hijos, nietos y bisnietos aguardan, en una ansiedad contenida, vergonzante y silenciosa, por aquel día en que el tiempo se los lleve, sin causar muchos gastos. Cada vez se tardan más en su recorrido mensual para cobrar la pensión, también diezmada. Y eso no preocupa a nadie.
Ellos tampoco son del todo jóvenes. Ya hay asomos de alopecia, aumento de peso y arrugas dibujándose en sus caras, un tanto marchitas y endurecidas. Pero les deben quedar algunos años más, y no piensan vivirlos metidos en una húmeda casona, con pisos de madera gastada y tuberías enfermas del mal de ariete.
Con taburetes, poltronas y comedores anacrónicos y pinturas al óleo de antepasados, de cuyo nombre sólo se acuerdan los viejos. Con recortes de revistas, periódicos y baúles de cosas que habrán de irse a la basura, una vez la carta de defunción de sus propietarios haya sido diligenciada.
El barrio se les antoja desvencijado, como en efecto lo es. Por años han tratado de convencer al abuelo viudo de vender, para así conseguir un pequeño apartamento a menor precio, de esos tan modernos que hay, con portería y ascensor, y al mismo tiempo dar a cada uno de los voraces herederos su correspondiente ración por anticipado.
Y así las casas y los vecindarios enteros, uno a uno, también agonizan de a pocos. Tristes y resignadas a lo que sus dueños habrán de decidir por ellos. Temerosas e indefensas ante la inminente llegada de algún constructor presto a destrozarlas en dos días, maceta y cincel en mano, con el fin de erigir sobre sus ruinas algún parqueadero, un concesionario de Comcel, una fritanguería o un edificio inteligente.
Puesto que no hay mucho que pueda hacerse para evitar que el anciano muera, que los hijos vendan, que el constructor compre, que el inversionista edifique o que el barrio se extinga, he decidido venir a contar esto, incluso ahora, cuando ya es más que tarde.
Es la historia (aquella que recuerdo) del barrio al que siempre seguiré llamando Sears. Aquel lugar en donde viví entre 1976 y 1982. En donde desperté a la conciencia y de donde me fui, en 1982, justo cuando dejé el jardín infantil para seguir cumpliendo con mi condena académica, por 13 años más. Aquel lugar que hoy sólo existe en los recuerdos de quienes, como yo, decidimos cambiar el presente por una eterna mirada hacia lo que se nos fue, suponiendo acaso que así parte de ello permanecerá con vida, mientras alguien se ocupe de hablar sobre ello.
Memoria fotográfica
Las primeras cosas que recuerdo sin esa nata opaca que rodea a las imágenes una vez abrimos los ojos deben datar de 1979, cuando yo acababa de cumplir tres años. Vivíamos en una casa de dos plantas, con jardín, un par de entradas, terraza, altillo, shut de basuras y bidés, identificada por los números 21-11 y 21-09 de la Calle 54.
La nomenclatura ha sido cambiada. Pero eso es algo que a sabiendas habré de ignorar. Era el vecindario entonces conocido como Sears, y hoy, burda y profanamente llamado Galerías.
Sears no era, ni mucho menos, un sector opulento, lujoso o digno de algo particular qué mencionar. Pero fue uno de los lugares en donde crecí, y por ello algo en mí lo quiere recordar como si fuera o como si hubiese sido especial.
La de Sears fue la casa de mis abuelitos, de mi tío, de mi mamá, de mi nana, y de todos los que crecimos bajo su amparo generoso, entre 1973 y 1982, momento en que (a mis seis años) la vendieron para cambiarla por dos apartamentos más al norte, más costosos, y también más pequeños.
Así pues, mis días iniciales en el mundo, aquellos a los que la pátina del tiempo ha decorado con mayor generosidad y nostalgia, transcurrieron en este vecindario simple y sin pretensiones. Sin embargo, estoy en disposición de jurar por quien sea que tampoco era el cada vez menos decente lugar que hoy es.
Puesto que entre los 0 y los 18 años de edad me mudé en cuatro oportunidades diferentes, siempre dentro de la ciudad, puedo decir con cierto orgullo de forzado nómada urbano, que crecí en cuatro barrios diferentes. En Sears fui párvulo. En Quinta Camacho, infante. En Santa Bárbara, pre y post adolescente. Y en La Cabrera, adulto joven.
Pienso en la casa de Sears y pienso en mi abuelito viniendo a almorzar al mediodía desde su trabajo en el Centro. Mojado por la lluvia bogotana. Con paraguas, zapatones y gabardina. Recuerdo el olor a amalgamas y productos de gabinete dental del tío, quien había comenzado a estudiar odontología. Todavía huelo las pinturas Roseta y las acuarelas que mi mamá usaba los fines de semanas para decorar con un pincel mis sábanas y almohadas, y la veo estacionando su Dodge Polara en la cochera. Pienso en el aroma del polvo levantado por la llovizna tímida de domingo, y en los rostros tristes o esperanzados de aquellos a quienes por la ventana veía venir desde El Campín. Hoy creo que Sears era sobre todo fragancias. Y que la memoria olfativa es la menos olvidadiza de todas.
Mis padres se casaron y se separaron en corto tiempo. Batieron la marca familiar de permanencia marital cuando, después de cuatro meses de haber contraído matrimonio, ella se dio cuenta de que se había equivocado. Por ello, ya conmigo en camino, regresó a vivir de nuevo a casa en compañía de padres y hermano responsable, hasta que las cosas se estabilizaran. Eso fue en 1976. Pero esa es otra historia.
Aquella vivienda era sorprendentemente grande para los estándares actuales. Una entrada principal y otra auxiliar, cuatro habitaciones, un cuarto de herramientas, una terraza con escalera interior que comunicaba al patio de ropas, un buitrón, dos patios, un comedor de seis puestos en la cocina y otro de ocho en la sala. El cuarto principal estaba comunicado con la cocina por un sistema de citofonía, con el que me gustaba jugar al intercomunicador.
Por tanto era un buen sitio para quien estuviera aprendiendo a caminar sin obstáculos. También favorecía el ejercicio de actividades creativas ociosas, y permitía el libre desarrollo de la bulla y el escándalo impunes. El corredor estaba decorado con un papel de colgadura en el que había flores estampadas. Los tapetes de cada habitación eran distintos. El de mi mamá era rojo; el del corredor, verdoso. De los otros no me acuerdo con mucha claridad. Había otro amarillo, creo.
En los bajos, y sin tener más de 12 años, mi tío intentó en alguna época instalar una venta de helados de fabricación casera, un expendio de dulces, y un espacio para el alquiler e intercambio de historietas cómicas -cuentos, les decían en ese entonces- de Archie, Linterna Verde, la legión completa de Superamigos y el Doctor Mortis, todas ellas empresas fallidas.
Recorrer la casa completa sin ser un experto en materia de locomoción podía llegar a tomarme 10 ó 15 minutos, teniendo en cuenta que nunca supe gatear. Las labores de manutención eran duras, y por ello ni mi abuelita, ni mi nana (a quien me enseñaron a llamar así, no sé porqué, y quien a su vez es mi madre sustituta), ni las dos empleadas que trabajaban con mi familia alcanzaban a dar abasto. No obstante, era limpia y organizada.
Por la ventana, una mañana de sábado vi que el sol penetraba los vidrios convirtiéndose en una especie de prisma-arco iris que se reflejaba sobre el suelo. Es una de las imágenes más coloridas de cuantas albergo de mi infancia.
Mi abuelito, que tenía un jeep Toyota, de esos amarillos clásicos, solía preferir desplazarse en bus hasta su trabajo, en las oficinas de Almacafé, de la Carrera Séptima con Jiménez, en el edificio Nemqueteba. Mi abuelita administraba con tesón e inteligencia el hogar. Mi mamá salía temprano y llegaba tarde de trabajar. Lo primero que compró fue el Polara al que ya mencioné. También me regaló una enciclopedia El Mundo de Los Niños, de Salvat, que fue pagando a plazos, una Plaza Sésamo y una Granja de Fischer Price, además de un caballo de madera, un pianito de juguete y otra veintena de cosas más.
Cuando la radio era AM
Entre los haberes adolescentes del tío había una grabadora Silver, en la que empecé a oír radio. Ahí aprendí los rudimentos del manejo de cintas magnetofónicas. En el tornamesa Garrard, a manipular discos de 45 y 33 revoluciones por minuto. Gracias a mi destreza precoz en el manejo de tales dispositivos descubrí dos canciones que cambiaron mi vida. 'Whip it', de Devo. Y 'Flash', de Queen. Esta última me llevó a convencer a nana y abuelita de que un día entre semana me llevaran al Astor Plaza para ver la película en cuyo honor había sido escrita la misteriosa canción homónima. Desde entonces me apasioné por grabar casetes y por oír radio.
Eso fue en 1981. Del radio Silver del que hablo, desde los 1550 kilohertz del AM, salían los sonidos de Radio Fantasía, lo más cercano a una emisora de rock en la ciudad. En los 1310 estaba HJJZ. El presentador-locutor-propietario de Radio Fantasía era Álvaro Monroy Guzmán. Promocionaban la Fanta Durazno, la colonia Denim y el almacén de discos Disco Club. Todas las ondas en música. Por la radio supe de la muerte de un niño llamado Nicolás, que se cayó a una zanja, cerca de Pereira. También así me enteré del asesinato de un músico llamado John Lennon.
En ocasiones veía a Jimmy Salcedo y su 'Festival de Semifuso', a la atemorizante 'Pezuña del Diablo', o a Fernando González Pachecho y sus 'Cuidapalos', o a Rosalba Atehortúa y su 'Mundo Curioso'. Había un noticiero llamado 'Telediario', con Arturo Abella. Aún la televisión sólo transmitía a color a ciertas horas. A las 4 había racionamiento eléctrico y la casa moría un poco.
Mi primera experiencia verdaderamente clara se remite a cierto cuarto de San Alejo de aquella casa, en donde mi tío almacenaba algunos juguetes que ya habían dejado de interesarle desde algunos años atrás. De seguro había encontrado otros pretextos para entretenerse. En esa ocasión, husmeando hasta donde mi escaso tamaño me lo permitía, descubrí una pista de autos a escala y un fósil de algún caracol prehistórico de su propiedad, también perdido por ahí. Fue el comienzo de una larga carrera dedicada al profano arte de esculcar.
Otro de los lugares en donde solía refugiarme era el patio interior, que fue mi reino, y en donde se me permitía pintar a mis anchas y adherir calcomanías de esas que reaccionan al agua.
Al frente de la casa de Sears vivía el doctor Castellanos. No sé si era médico o si tenía entre sus títulos académicos algún doctorado a cuestas. Presumo que no. Pero era así como lo llamaban. Su esposa siempre estuvo enferma de cáncer, pero hasta donde supe nunca murió. Ella tocaba un piano, que debió ser uno de los primeros que vi en la vida. Anduve por tres jardines infantiles antes de anclar en el Federico Froebel, de donde recibí mi título de kindergarden.
Policías y ladrones
Alrededor de la casa de la 54 había un sinfín de otras residencias, casi todas decoradas con mosaicos, piedras laminadas, o fachadas en gravilla lavada, con sus respectivos jardines bien cuidados.
En la de al lado vivían los Muñoz. Sus hijos quedaron huérfanos en cosa de un año. Él era funcionario del DAS. El día en que iba a cumplir su misión final, antes de jubilarse, un infarto se lo llevó en medio de la acción sin haberle dado tiempo de despedirse. Irónico hecho aquel de marcharse en la víspera de un nuevo comienzo, después de haber sobrevivido a tantos riesgos extremos. Anita, la mamá, murió de cáncer muy poco después, y fue así como los Muñoz dejaron de ser nuestros vecinos.
A lo que una vez fue de los Muñoz se mudaron los Prieto. De ellos recuerdo un viejo automóvil de los 50 (debió ser un Ford, que ya era viejo en ese entonces) siempre estacionado fuera, y la imagen de un casete de Rubén Blades llamado 'Siembra' sin caja puesto sobre el comedor. No debían de haber corrido más de dos años desde su lanzamiento.
Alguna vez mi abuelita y la nana estaban permitiéndose una pausa doméstica, dedicadas a la contemplación fiel de la telenovela Esmeralda -con José Bardina y Lupita Ferrer como protagonistas-. Mientras tanto Lucía, a quien llamábamos Luchita y que además era la madre de la nana, apuntaba distraída hacia las flores con su manguera verde (larga y delgada, como una serpiente) dejando el portón abierto. Un malhechor novato aprovechó tan ideal escenario para adentrarse en la casa.
Sigiloso se fue colando por el corredor hasta llegar al cuarto colindante con el de mis abuelitos, sin que nadie lo sintiera.
Guillermo Prieto, el vecino, lo divisó a lo lejos. Tomó su revólver de la mesa y se fue presuroso hasta la puerta de la carrera 21 para esperar a que el aprendiz de criminal saliera para encañonarlo.
Ya para entonces el novel bribonzuelo había tomado para sí algunos artículos de plata procedentes de la sala, en calidad de botín de guerra. Guillermo lo interceptó. Decente como el señor Prieto era, sin insultarlo lo conminó a regresar los objetos a su lugar y salir por donde había entrado. -Ponga las cosas en su sitio otra vez, o lo mato-, le advirtió.
Sin ninguna duda acerca de la veracidad en las palabras del espontáneo héroe y dando muestras de su inexperiencia, el prospecto de delincuente volvió por las escaleras para así dejar las cosas sobre ésta y así evitarse una muerte prematura e indigna.
La nana lo vio al salir del cuarto en donde, en compañía de mi abuelita estaba contemplando el famoso teleseriado. Presa del pánico y aún valiente la nana exigió al malandrín revelación que se fuera cuanto antes.
Luego regresó hasta donde mi abuelita. Cerró la puerta con brusquedad, le comentó lo que estaba sucediendo y se quedó paralizada. Mi abuelita, que estaba conmigo protegiéndome, hizo lo propio, y comenzó a pedir auxilio a la gente desde la ventana.
Asustado, sin llevarse nada, y contraviniendo los preceptos mínimos del sentido común el pueril criminal se resguardó en mi habitación y se lanzó por la ventana que daba contra la calle 54. Quizá con ello se dio por terminada en forma prematura una prometedora carrera en las artes del hurto y la delincuencia común. Por fortuna en ese entonces el piso era de grama y había jardín. Porque si tal situación hubiese tenido lugar por estos días, tal vez el hamponcillo habría perecido estrellado contra el asfalto, o trinchado por algún guijarro oxidado, de los que hoy abundan por ahí.
A raíz del asunto se instalaron rejas y el aspecto de la casa se tornó algo más antipático.
A la lista de atentados contra la propiedad también se suma el hurto exitoso de la bicicleta Monark color naranja del tío. Era uno de esos modelos Monareta, con espaldar incluido.
Ya por cuenta de la distracción de Luchita y de la manguera asesina habían ocurrido algunas otras felices irregularidades.
En cierta ocasión sin darse cuenta ella disparó con el atomizador de agua a un infeliz pajarito copetón que iba de viaje por el jardín. El impacto lo maltrató a tal grado que una vez repuesto del pánico inicial le fue imposible alzar el vuelo, por lo que se quedó a vivir con nosotros durante algún tiempo. Lo llamamos Francisquito y fue mi primera mascota. Ya recuperado Francisquito se fue sin que nos diéramos cuenta. Supe entonces que los pájaros son amigos de irse sin mayores ceremonias. Y que en ocasiones es mejor así.
Hubo, con posterioridad a Francisquito otros animales conviviendo con nosotros. Tras mi nacimiento habían despedido a Pinina, la perrita pequinesa del hogar, porque estaba comenzando a meterse en mi cuna, cosa que no pareció complacer a nadie. Tal vez tuvieron miedo de que en un impulso caníbal ella decidiera convertirme en parte de su dieta.
Había además un acuario en el que me gustaba meter las manos, intentando establecer contacto directo con sus habitantes. Y hubo una bandada de patos. Y algunas otras criaturas domésticas, silvestres o salvajes que se resguardaron con nosotros bajo aquel techo de la casa de Sears.
Grandes Almacenes Sears
El barrio creció a partir de los Grandes Almacenes Sears, especie de mall aclimatado en la meseta, propiedad de la firma Sears y Roebuck.
El Sears de la 53 fue inaugurado en 1954. Entre ese año y 1931, gran parte del sector, incluida una buena porción de los predios del barrio y el Coliseo y el Estadio El Campín pertenecieron a don Nemesio Camacho.
En el lugar escogido para el emplazamiento del primer gran centro de comercio en la ciudad antes había funcionado lo que se llamó Estadio Hipódromo, cuya entrada estaba en la calle 53 con carrera 22, con sus pesebreras, tribunas, pistas y bosques de eucaliptos. Epicentro de reunión para los amigos de la hípica, y espacio fértil para el inicio de romances y relaciones sociales de provecho, a su alrededor se formaban embotellamientos considerables.
Hoy, la densidad de viviendas, choricerías, cacharrerías y misceláneas que han echado raíces en derredor, hace difícil pensar en que alguna vez hubo ahí algo llamado grama.
Cerca del Estadio estuvo lo que se llamó Vivero Municipal, en predios en donde hoy se encuentra la academia de tenis.
El eminente urbanista Karl Bruner fue contratado a mediados de siglo para diseñar el vecindario. Bruner aprovechó el entorno ya existente y conservó los elementos esenciales que configuraban el sector: a saber, el Zanjón del Polo (actual diagonal 53), la Quebrada de las Delicias (calle 58), y el flanco norte del Hipódromo (diagonal 54).
El austríaco realizó además el trazado urbano para el sector que luego se conocería como San Luis. El parque del lugar, diseñado por él, sigue pareciéndose mucho al original, suerte distinta a la que corrió el Julio E. Lleras, ubicado entre la diagonal 53 y la calle 54 y las carreras 18 y 19.
En principio estuvo dotado de rampas y banderas, en las que muchos niños se iniciaron en el arte de hacer piruetas, a veces peligrosas. Ahí surgió la Policía Juvenil (fundada por el Sargento Torres), institución cuya imagen hizo parte de contraportadas de cuadernos de colegio hace ya mucho tiempo. Las rampas desaparecieron en 1971 y el Parque dejó de ser lo que fue.
Los predios del antiguo hipódromo fueron puestos en venta en 1951 y se mantuvieron así por dos años, cuando en 1953 Sears Roebuck & Co decidió hacerse a ellos para construir una de sus sucursales, lo que tal vez se constituiría en el primer gran momento de lo que hoy se conoce como tiendas de 'grandes superficies'.
Sears, así como lo recuerdo, era esplendoroso. Con sus escaleras eléctricas, su estación de gasolina y su olor a nuevo. En las navidades, que comenzaban en diciembre -como debe ser-, y no en octubre -como es la costumbre de estos tiempos-, instalaban a las afueras un pino artificial gigantesco que hizo época. Así como también la hicieron los avisos en screen con los precios, que ya entonces iban implementando la costumbre de aproximar las cifras mediante ese recurso engañoso del 499 con 99.
Cada determinado tiempo el muro exterior de Sears era decorado por un aviso gigantesco en el que se promocionaban las rebajas de mitaca con un insinuante texto que rezaba "El gerente se fue de vacas" y una caricatura tipo Hanna y Barbera de un ejecutivo saliendo de viaje, maleta en mano. Era su forma de anunciar las baratas de temporada. En Sears vendían toda clase de electrodomésticos, además de artículos de hogar, ferretería, discos y casetes, pantalones Baboo y Lee, y overoles Caribú.
También establecían una vitrina especial para juguetes llamada 'Juguetelandia', en donde se tentaban los ojos de los transeúntes con diversos modelos de trenes, pequeños autos de colección, y toda suerte de juegos, primorosamente exhibidos en vitrinas, una de las grandes virtudes de Sears.
Mucho antes de que yo naciera Gloria Valencia de Castaño presentaba programas televisivos patrocinados por el almacén y bastante conocidos, tales como 'La llamada Sears' y 'Juguetelandia Sears', pioneros de los concursos telefónicos a larga distancia, replicados con mucho éxito 20 años después por Pacheco en su 'Programa del millón' y por Jimmy Salcedo en su 'Llamada Do-Re-Millonaria".
Pero lo que tal vez se quedó más aferrado a mi mente entre tantas cosas qué decir sobre Sears fueron los teclistas que a la entrada, vestidos de chaleco y corbata, se ocupaban de exhibir los órganos Bontempi.
Hablo de esos teclados eléctricos aparatosos, provistos con una buena cantidad de botones para simular timbres de distintos instrumentos y base de ritmos. Y llenos de pedales para la ejecución de los tonos bajos. Las percusiones eran sintéticas y un tanto cómicas. No obstante, siempre quise ser el dueño de uno de esos Bontempis.
Sears sirvió de escuela para algunos talentos. De hecho, escenógrafos reputados de nuestra televisión como Guarnizo y Lizarralde se han basado en los catálogos de la marca para ciertos vestuarios de época en distintos seriados, y pintores como Gabriel Guerrero Mora iniciaron sus carreras como decoradores al servicio de la empresa.
Entre tiendas y mercados
Pero aparte del inmenso almacén hubo otros negocios menos gigantistas que crecieron a su sombra. En los 50, los propietarios del restaurante Oasis, célebre fábrica de pandeyucas y masatos de Funza trató de fundar una sucursal aledaña a Sears. El asunto no funcionó porque, según un amigo de Gustavo Orjuela, su propietario, "el pandeyuca no iba a saber lo mismo en Sears que en Funza".
Algunos probaron suerte con mejores resultados. La carnicera del barrio se llamaba Lupe. Recuerdo que envolvía la mercancía en una especie de papel para formas continuas, con franjas blancas y verdes, quizá tomadas de algún arcaico centro de cómputo. Tenía un hacha que alcanzaba a intimidarme. El mercado de carne y verdura costaba unos 300 pesos. Lupe era dueña también de un restaurante adjunto, en donde los comensales disfrutaban de sus alimentos mientras los frigoríficos dejaban a la vista vísceras, y órganos vitales bovinos y porcinos.
El negocio vecino estaba ocupado por un club de billares, sobre la 21 con 54. Había también mercado en diagonal a la casa, sobre la 54. La señora que atendía se vestía de negro y se llamaba Isabelita.
En 1963 fue construida la primera papelería de Sears: La Merced. Prestó sus servicios hasta mediados de los 90.
Del parque de Sears me sobreviene la imagen de algún domingo en compañía de mi mamá, y de los tanques de helio con globos amarrados en derredor. Y recuerdo haberme empachado y ensuciado sin necesidad con los algodones de azúcar. Ahí nos poníamos a remedar la forma de las nubes con pedacitos de aquella colorida y algodonada golosina. También me recuerdo a mí llegando a la casa con un globo de helio, al globo de helio escapándose de mis manos, y luego reventándose al contacto con uno de los picos de pintura que hacían parte del acabado del techo del primer piso. Y de nuevo a mí llorando el día entero con motivo del globo de helio.
Al frente, por la carrera 21, tres hermanitas ancianas, a quienes mi familia en secreto llamaba 'las viejitas' eran propietarias de una miscelánea. Vendían esa goma arábiga adhesiva de color amarillento envasada en un recipiente pequeño de vidrio que no he vuelto a ver, en cuya boca había una especie de pico dispensador de caucho rojo para el pegamento. También tenían grandes bomboneras con moritas y dulces de anís (a los que desde entonces aborrezco), y envases de cristal con cremalleras, canicas, trompos, estampas no autoadhesivas para llenar los álbumes de entonces y las piezas empacadas en bolsas para jugar un juego llamado 'jazz'.
Puesto que mi costumbre, como la de la mayoría de los pequeños, era la de replicar lo que oía en mi hogar, alguna vez incurrí en el error de llamar a "las viejitas" de esa manera en presencia de ellas, en lugar de "las señoritas", que habría sido lo correcto. Creo haber recibido una buena dosis de correazos como reprimenda por mi imprudencia. A mi generación aún le pegaban.
Avenida Las Palmas
La 57, con sus gigantescas materas en cuyo centro descansan las ya sesentonas palmas canarias sobre el separador, y sus acacios sabaneros a ambos costados, son tal vez el mejor y más persistente símbolo del vecindario. Pero hay otros más.
Quien hoy siga el recorrido por la calle 57, hacia el número 17-23 y sin cansarse se habrá de encontrar con la Iglesia del Divino Salvador, cuya primera piedra fue fijada en marzo de 1948 por Monseñor Emilio de Brigard e inaugurada cinco años después.
Luego apareció el convento, y más adelante el Teatro Santa Fe y sus correspondientes funciones de matiné, vespertina y noche. En los 70 las directivas del Teatro cambiaron las sillas poco ergonómicas de madera por otras más confortables en espuma. Desde 1988 el Santa Fe dejó de ser sala de cine y se dedicó por entero a presentar espectáculos de comedia y obras teatrales.
Otro de los núcleos de crecimiento se fundamentó en la instauración del Carulla de la 57 con 21, en 1953, en cuyo frente estaba Franiers, una discoteca oscura que además fungía de restaurante y heladería.
El Carulla de El Campín -así le decían- fue el primer supermercado de autoservicio en la ciudad. Allí se implementaron por primera vez las doctrinas norteamericanas modernas de ventas. Los elementos estaban dispuestos a la vista y alcance de los consumidores. Los precios se fijaban en grandes avisos. Con el tiempo se dispuso una heladera y una cartelera en la que podía revisarse la oferta cinematográfica.
Ahí solían llevarme para satisfacer mis caprichos de Kool Aid y Corn Flakes, productos en cuyas cajas había sorpresas varias y calcomanías de Hulk y Spiderman. O del Hombre Increíble y el Hombre Araña, que era como solíamos llamarlos por entonces. De no olvidar son los Mercados Romi de la 53 con 28, y el Ley del barrio, inaugurado en 1967, en donde vendían buenas obleas con arequipe y salsa de mora, por las que solía suplicarle al abuelito.
Lo que queda y lo que no
En la Caracas con 57 está aún la sede de la Institución Educativa Manuela Beltrán. Al frente, del otro costado, ha funcionado desde hace mucho el Club de Billares Chapinero. Y algunos lugares más. Otro de los negocios sobrevivientes es la panadería Marcelino Pan y Vino, de la 57 con 17. Aunque según me pareció está por estos días en venta, de acuerdo con lo que dice un aviso adherido a la vitrina.
Si de pastillaje, bizcochería y pastelería se trataba, visitas obligadas eran la Panadería Verona, de la 49 con 25, en donde al parecer alguna vez adquirimos unos panecillos en cuyo interior luego encontraríamos mucosidades humanas solidificadas. Por eso alguien la apodó 'Mocosia'. Sus homólogas eran la Bimbo, y otra más llamada Trigalia, en la 57 con 20, además de la Panadería Real y la Bucarica, también extintas. La Panificadora Michel, por su parte, sigue como fue.
Arriba de la 21 estaba El Pollo Viajero, que luego se convirtió en La Riviera. Otros vecinos fueron los estudios y oficinas de la cadena de radio Todelar, en su sede de la 57 con 18; el restaurante El Cañón del Chicamocha, en la 57 con 20; y la Droguería Ultramar de la 57 con 21. La Estrella, de la 21 con 53, por su parte, desapareció. Lo mismo les ocurrió a Capri, Electra y Minerva.
Por la 54, la altura de la calle 21 había un edificio blanco, llamativo por los ladrillos huecos que hasta una remodelación hará unos 12 años decoraban su fachada. Era la Corporación Tecnológica de Bogotá. Casi al frente sigue aún intacta la Ferretería El Campín, con su envidiable surtido de herramientas y repuestos.
Y cómo olvidar la remontadora de la 21 con 53, aunque su nombre propio se me haya ido.
En materia de bares y establecimientos dedicados a la diversión y la ingesta de destilados y añejos a los que por obvias razones no fui, recuerdo a la Pizzería Po, sobre la 53 y al bar Smith Wesson (con nombre de artillería) sobre la 53, entre 20 y 21. Estaba el Cream Colombia, que ya bastante decrépito debió desaparecer hace unos 10 años, además de otros homólogos como el K7, La Canasta, y Tisquesusa. Cerca de ahí hubo un restaurante chino de donde evacuaban la comida ya descompuesta a horas hábiles, para disgusto de la vecindad entera.
Por esos lados estuvo también la Peluquería de Homero, sobre la 53 con 24. La cigarrería de don Rogelio sobre la 23 sigue estando ahí. En caso de alguna riña familiar, mi abuelita solía ir a tranquilizarse en sus sillas rojas. Hoy se llama Rogelio Galerías. En donde don Rogelio compré por primera vez uno de esos huevos gigantescos y macizos de dulce. Después de cuatro semanas intentando deshacerlo a fuerza de salivaciones forzosas y mordiscos, preferí arrojarlo al sanitario, ocasionando una oclusión que puso en aprietos al avezado plomero del barrio. Al parecer don Rogelio ya no fabrica kumis ni buñuelos. Entre las desaparecidas está la cigarrería Ascancelas, en donde vendían emparedados de cordero, exactamente sobre la 57, entre 15 y 16. Recuerdo además un Burger King, sobre la 21.
En donde hoy está la librería Panamericana había una juguetería en la que vendían pizarrones con relojes, abecedarios en relieve, maletas de ABC, y figuras de Piolín y de todo el elenco de la Warner, no muy bien dibujados. También estaba la Galería de la Paleta en su local original, fundado en 1965. Hoy tienen otro dentro del mismo edificio, aunque bastante menos ostentoso que en sus primeros años.
Junto a La Paleta, alrededor de 1980 fundaron el primer alquiler de películas en Betamax de Sears. La deplorable calidad de las copias inspiró a mi abuelito para dar al establecimiento el mote cariñoso de "el tembleque".
Entre los intactos merecen mención de honor La Lavandería El Campín, en el edifico esquinero, con un aviso idéntico al original, caso similar el de la Peluquería Arte Moderno, en la 55 con 22, y al de la lavandería Valet Plaza, aún en propiedad de doña Nora de Plaza y para nuestro deleite absolutamente exacta a como se veía en ese entonces.
La sucursal del Banco Popular, aunque bastante semejante ha cambiado de logotipos y de mobiliario, por lo que se exime de clasificar en el ya mencionado cuadro de honor. En la esquina funcionaba la tienda de muebles y colchones Morfeo (construida en 1956). Si hoy siguiera ahí me haría llorar. En ella vendían parasoles, mesas de noche, y camas de fibra de vidrio, una de las cuales fue la mía desde que nací hasta los 30 años.
Mudanza
Ya habían desaparecido las demás sucursales de Sears en el país y el destino parecía estar apuntando en ese sentido. Al término de 1984, cuando ya no estuvimos ahí para sufrirlo grandes carteles anunciaron la transformación del imponente almacén en uno, con un nombre bastante menos sonoro. "Galerías, ciudadela comercial".
Las bodegas y los talleres de mantenimiento fueron demolidas. Los grandes muros se vinieron al piso. Se edificaron horripilantes estacionamientos. En lo que fueran sagrados recintos familiares y cocheras se establecieron salas de belleza, revuelterías y expendios de arepas con chorizo de baja estopa. Sears ya no era el inmenso almacén de otrora, sino un local desmedrado y triste, que en 1989 se convertiría en Galerías, con sus legendarias sedes de Domo y Capuchetto y sus cinemas. El vacío dejado por el almacén fue ocupado en 1989 por Casa Grajales. Casa Grajales, a su vez, se convirtió desde 1996 en Casa Estrella.
Supe que en 1992 los vecinos sobrevivientes iniciaron una campaña para retornar al clásico nombre de Sears, dada la arbitrariedad con la que la decisión de bautizarlo Galerías fue tomada por el hoy difunto alcalde, Julio César Sánchez. Estaban cansados de ser llamados como no querían, y de sumar a ello la proliferación de servicentros, montallantas, y bares y discotecas baratas que afeaban el sector.
Retorno
En su reemplazo vino el asfalto color gris ratón. En la casa de enfrente, sobre la 21, fundaron una panadería con el irónico nombre de 'Evolución', como si algo de lo sucedido allí mereciera ser adjetivado en esa forma. Cuando los hechos parecen contradecirlo.
En lo que fueron nuestros cuartos ahora funciona una inmobiliaria. En nuestra sala hay un asadero, al que llaman Carbon Place. En donde estuvo el garaje hay un local que están arrendando. Los vecinos me dijeron que goza de una triste reputación, pues la costumbre lo ha convertido en excusado público, y ni siquiera la luz automática que se enciende cuando alguien se acerca, ha sido capaz de inspirar pudor alguno entre los miccionadores espontáneos.
Amables, dos de los trabajadores de la mencionada inmobiliaria me permitieron entrar. Después de tantas alteraciones no pude reconocer el interior de la casa, ni pude reconocerme a mí mismo dentro de ella. No sé si me duele haberme ido, o si quedarme habría sido peor.
La residencia del doctor Castellanos es ahora pizzería, sala de belleza y carnicería. La de los Muñoz y la de los Prieto, una escuela de costura.
Ya de vuelta abordo un taxi. Le pregunto al conductor qué tan fácil le sería entenderme si le dijera que quiero ir a Sears. Me responde que no sabe de qué le hablo. Entonces comprendo que los barrios, como los hombres, como los sueños, también pueden morir.
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Ignacio Gómez Escobar
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COLOMBIA - SURAMERICA
2 comentarios:
Excelente descripción historico-nostalgia, llevo 25 años viviendo en el sector y se aguaron mis ojos leyendo y a la vez recordando los parajes descritos con detalles, que hermoso rememorar todos esos sitios que fueron algo mas pacificos de lo convulsionado galerias presente. recuerdo mucho la paz de los domingos, porque ese día el comercio no abria sus puertas y aunque algo aburrido por la soledad invitaba a la reflexión y el esparcimiento familiar ( padres e hijos) cosa que hoy día ya casi nose ve.
Muchas Gracias Ignacio, su vecino de la calle 50 con 18.
Jorge Enrique Fuentes
En la esquina de Panamericana quedaba el almacén París Decoración de un señor de apellido Gómez, uno de sus hijos estudió conmigo.
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