Marx no postuló la supresión del dinero.
Marx nunca se opuso al uso del dinero, pero quién sabe si se lo replataría de vivir en estos días en los que el billete y las monedas y tarjetas de crédito se han convertido en metáfora de la dignidad. En el “mercado de la vida” ya no cuenta quién eres sino lo que gastas, el consumismo ofrece compensaciones a existencias anodinas con la posibilidad de comprar a crédito cosas innecesarias Y así formar parte de una mayoría. "LinealCero" presenta este texto, de Alberto Moncada, inédito en la red.
Alberto Moncada.
“De cada uno según su capacidad, a cada cual según sus necesidades”. En el Manifiesto Comunista, un folleto de veintitrés páginas, Karl Marx abandona el carácter analítico deEl Capital y otras obras suyas para adoptar un estilo apasionado, más apropiado para calentar los corazones de los trabajadores de su tiempo, cuya unión (“trabajadores del mundo, uníos”, rezaba el lema), debería producir la democracia verdadera, la de la mayoría. La utopía del Manifiesto... contiene muchos elementos de otras utopías, desde la antigüedad clásica a la modernas, como las de Thomas More. En este texto, Marx paga sus tributos al capitalismo, “eficaz para alcanzar un alto grado de progreso material, pero incapaz de producir esa dignidad personal, esa independencia más necesaria para el hombre que para el pan de cada día”.
Para el Marx de esta obra, el asunto es tan obvio que no podía pasar mucho tiempo sin que llegara el colapso del capitalismo, y él propone es sus textos diez principios básicos para reemplazarlo. Algunos de ellos se aplican en los hoy países más desarrollados, como sustituir el trabajo de los niños en las fábricas por su educación gratuita en las escuelas; otros son utopías ni siquiera trasladadas a los diferentes mensajes de la "Internacional Socialista"; y los relativos al poder económico diríamos que chocan muchas veces contra las urdimbres del núcleo duro capitalista, en especial con respecto a los frutos del trabajo humano, que siguen manteniendo esa desigualdad de origen determinada por los derechos de propiedad y herencia y que, sobre todo, se enuncian esencialmente en términos monetarios.
Marx no postula la supresión del dinero, pero tiene una visión restricitiva de su influencia en la vida; y, aunque no comparte la vieja doctrina eclesiástica de que el dinero, de suyo, no debe producir más dinero -la teoría medieval de la usura- estaría más que incómodo con las actuales dimensiones del sector financiero y su influencia en la economía real. El crédito es-para él- un instrumento público de desarrollo y sólo debe existir un banco central que lo otorgue, lo administre y lo controle. De esta manera -piensa-nadie puede producir daños a terceros ni catástrofes. De este mismo parecer, aunque expresado en un tono más académico, es el Profesor Galbraith quien, en su obra “El Dinero: de dónde vino, a dónde fue”, relata media docena de catástrofes y pronostica otras tantas, algunas de las cuales ya se ha producido, desde que hizo público este texto en 1975.
Que el dinero sea el único mediador en la economía y que la posición de las personas en la vida sea medida por su posesión es la sustancia de cuántas investivas éticas se producen hoy ante la última y ya bastante durarera versión de la sociedad de consumo de masas. Si examinamos las aspiraciones y las esperanzas mayoristas de la juventud, lo distinto socialmente no es quién eres ni incluso cuánto tienes, sino cuánto gastas. El gasto en lo superfluo, aquella característica de los ricos, de la “clase ociosa” de Veblen, se ha generalizado hasta ocultar incluso las carencias estructurales. La calidad del empleo disminuye, la hipoteca de la vivienda es una dura carga para las nuevas generaciones, cada día hay más distancia entre el hogar y el trabajo; sin embargo, los grandes almacenes te ofrecen quisicosas y actividades innecesarias a crédito con las que olvidar esas carencias y formar parte de la mayoría consumidora. Y el mediador en esas compensaciones es el dinero, cuya simbología es tan central en nuestra vida que oscurece otras maneras que hubo, o incluso hay, de realizar transacciones o repartir cargas y recompensas.
La economía de trueque sobrevivió muchos siglos en la historia humana. Antes de que desaparecieran los signos de mediación (metales preciosos, sobre todo), la gente intercambiaba productos y servicios. En los primeros mercados medievales más de la mitad de las transacciones se producían a través de trueques. Claro que este tipo de economía era, en muchos casos, la otra cara del endeudamiento personal, esa debilidad sustancial de campesinos y jornaleros que trabajan para el amo a cambio del sustento. El mundo mercantil, desarrollado en las ciudades donde se iban consolidando los mercados, supuso la primera brecha en el feudalismo, incluyendo la apetura de la economía monetaria a quienes antes no la disfrutaban. Sin embargo, ésta no siempre domina o explica todo lo que hacemos, ni siquiera hoy.
En los grupos pequeños, en la familia, nos prestamos servicios unos a otros sin esperar más compensación que la reciprocidad y el afecto. Muchos expertos han puesto de relieve la enorme mutación que sufriría la economía si los servicios gratuitos -o transferencias económicas- que prestan las madres, y hoy las abuelas, tuvieran que ser incluidos en la contabilidad individual o nacional, aun a precio de asistenta. La vida de los grupos pequeños, en las asociaciones amistosas, en la beneficiencia, en esa red de voluntariedad que está en el margen o en la confluecia de la economía monetaria no se entiende sin la renuncia expresa o tácita al lucro. Es una red de solidaridades que, sin embargo, está siendo objeto de los ataques de homologación por la economía capitalista, como lo prueba el movimiento de transformación de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) para hacer de ellas agencias nacionales o internacionales con un esquema de gestión y retribuciones salariales contrario a su origen.
Muchos de estos colectivos recogieron el impulso de generosidad juvenil de las congregaciones religiosas, cuyas imposiciones de disciplina y estilo de vida no casaban con los nuevos tiempos. “Para contribuir al bienestar, a la educación y a la sanidad de los países pobres no necesito ser casto ni obececer sin rechistar a los jefes como hacían los misioneros”, declara un miembro de “Médicos sin fronteras”. No obstante, las ONG, como antes las congregaciones, significan una enorme transferencia de riqueza del individio al grupo, como lo era, hasta hace muy poco tiempo, el servicio militar obligatorio.
Frankfürt se ha convertido en el epicentro europeo de las protestas
antisistemas. Paradójico, puesto que supone la ciudad donde mayor
convivencia de clases y armonía social se respira. El secreto reside
en cómo parte de los beneficios financieros llegan a toda la ciudadanía.
Abajo, barrio financiero y barrio obrero comparten ecosistema urbano.
Las sociedades van monetizando sus intercambios y hoy no existe forma de incorporarse a la globalización sin aceptar dos principios básicos: uno, que el mercado determina las recompensas individuales-sean éstas rentas de trabajo, de capital o meras actividades especulativas- y, dos, que sólo el sistema fiscal debe emplearse para remediar desigualdades y compensar carencias. Muchos se asombran de que los miembros de la élite deportiva o las estrellas de la pantalla reciban tantos miles de millones como los ejecutivos de las cien multinacionales más importantes. Es el mercado. Y, más receintemente la sociedad española se asombró de que los altos cargos de la empresa más importante del país se atribuyeran recompensas multimillonarias por el sólo hecho de serlo. Es el mercado. Es cierto que unos y otros pueden pasar de la riqueza a la bancarota o del estrellato a la miseria si no han ahorrado para los malos tiempos; y que, a veces, las grandes fortunas se disipan por la especulación o el crímen. Entre tales personajes es frecuente denostar al fisco como confiscatorio, como un atentado a sus libertades, y son capaces de cambiar de país para huir de tal mecanismo igualitario. Pero los efectos compensatorios del sistema se producen más mediante el acceso generalizado a los servicios públicos -nota fundamental de las sociedades avanzadas- que por la retribución fiscal, dada la preeminencia general de los impuestos indirectos.
La ingeniería financiera hace posible que de modo soslayado existan más
desigualdades en las esfera socioeconómicas. En ocasiones olvidamos que el dinero
es un instrumento de transacción de carácter impersonal. Las injusticias y las brechas
las crean los sistemas políticos y sociales, no los sistemas económicos. El dinero es neutro.
Sin embargo, en los bordes y algunas zonas de la economía global existen sectores igualitarios y cooperativismo de todo tipo y finalidad. La habitantes de la sierra incaica tienen en común tantas cosas que, cuando una pareja se casa, todo el pueblo les construye la vivienda y la explotación de la tierra sigue siendo tan comunitaria como antes de llegar los europeos. El cooperativismo, en sus diversas variantes, significa también una igualdad de cargas y recompensas ante el esfuerzo compartido. Muchas subsisten dentro del tejido capitalista y el norte de España destaca por ello, siendo el caso de Mondragón el más notorio.
Las comunidades agrarias incaicas del altiplano y motañas peruanas
intervienen colectivamente en el orden y las decisiones de su economía
local y jerarquizan las necesidades y recompensas según las necesidades
de cada familia o miembro de su comunidad.
Pero la igualdad y, sobre todo, la iniciativa común se ponen de relieve en la economía informal, sobre todo en la latinoamericana y, en particular, la peruana. Allí, cuidades nacidas a golpe de emigración de la sierra, brotadas casi de la noche a la mañana, marginadas de servicios (aunque cuasi soberanas ante el estado), despliegan su quehacer repartiendo obligaciones y recompensas de manera plesbiscitaria. Algunos han creado desde cero no sólo sus economías, sino también su poder policial y judicial; y los funcionarios del poder central o municipal prefieren dejarlos en paz. Con el tiempo, esa economía informal va convergiendo con la legal, pero los habitantes de esos asentamientos autónomos tienen a gala permitir que, entre los suyos, no haya desigualdades. “De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades”. El dictum de Marx, que nadie haya leído probablemente allí, se cumple con la fuerza de una tabla de la ley de bajada de los Andes a hombros de los serranos.
Alberto Moncada
Alberto Moncada tuvo que nacer en España porque entonces no habría sociología. Estudió Sociología Económica en la Universidad de Londres. Quizás por ser unos de los padres fundadores de la sociología crítica y contempáranea española tiene a su bien ocultar su edad y su currículum. Participa desde la perspectiva democristiana independiente. Doctor en varias disciplinas (lo es en polítología y derecho por la Universidad Complutense), ha desempeñado su labor docente en las universidades de Madrid, Stanford, Lima, Internacional de la Florida y Alcalá. Consultor de UNESCO, OEA y del Consejo de Europa, es fundador y primer prorector de la “Universidad de Piura”, en Perú, actualmente ostenta la presidencia internacional de “Sociólogos Sin Fronteras”. Ha escrito una treintena de libros entre los que cabe destacar "Sociología de la Educación", "La americanización de los hispanos" y "La crisis de la pareja". Aún encuentra energías para vivir y trabajar entre España y Estados Unidos.
Atrapados en el PIB.
Que el PIB (Producto Interior Bruto, lo que producimos a nivel nacional y cuánto le sacamos en términos macromonetarios) constituye una medida limitada del bienestar económico de una sociedad es algo que conocíamos hace tiempo. Sabíamos que la fijación obsesiva en la evolución del PIB como medida compacta del progreso económico (y social) suponía una renuncia a una visión más general de los factores que mejoran o empeoran la vida de los ciudadanos. Aceptábamos su uso como un mal menor, como un instrumento limitado para aproximarnos a una realidad más compleja. En último extremo, se podía aceptar su uso siguiendo el mismo principio que guía a aquel que busca sus llaves debajo de una farola y, preguntado si las ha perdido ahí, contesta que no, pero que debajo de la farola hay luz. Sin embargo, la crisis económica y la crisis ecológica están poniendo más de manifiesto el error que supone estar atrapados en el PIB. Por una parte, la crisis económica nos ha confrontado con lo frágil que era nuestro diagnóstico del crecimiento económico, hasta 2007. El PIB crecía, sí, pero impulsado por la expansión de la burbuja inmobiliaria y los beneficios del sector financiero. El PIB crecía, en realidad, sentando las bases para la debacle posterior. Por otra parte, la crisis ecológica está haciendo evidente que la inmensa mayoría de los costes medioambientales de nuestra actividad no queda reflejada en el PIB; es más, que las intervenciones orientadas a mejorar la sostenibilidad en el medio y largo plazo tienden a reducir el PIB en el corto plazo y, por tanto, probablemente serán evitadas al establecer políticas basadas en el PIB. El contexto cambiante, en los últimos años, ha hecho también dar mayor relevancia a otra carencia importante de la medida del PIB: se trata de una medida agregada, ajena a la distribución de los recursos entre los ciudadanos. No tener en cuenta esta limitación lleva a políticas erróneas que empeoran sistemáticamente el bienestar de amplias zonas de la ciudadanía. Estamos, en suma, atrapados en una medida no sólo limitada sino, en buena medida, engañosa. Situación grave, especialmente si tenemos en cuenta que cómo medimos las cosas acaba determinando lo que hacemos. Y que, sobre todo desde el punto de vista medioambiental, cada vez tenemos menos tiempo para modificar nuestra orientación.
Jorge Calero.
Catedrático de Economía Aplicada.
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