Una travesía por las montañas de Colombia en busca de un café casi perfecto – Español
Hay más de 20 restaurantes y cafeterías en la plaza —pintada de colores pasteles— de Jardín, un pintoresco pueblo colombiano en Antioquia, en la parte norte de los Andes.
Elegí uno, me puse cómodo en una mesa de madera pintada de color azul eléctrico y pedí un café negro por 800 pesos, cerca de 25 centavos de dólar. Era lunes en la mañana y los paisas estaban socializando. Algunos parecían ser amigos y familiares que charlaban y reían bajo la sombra de una iglesia. Algunos me dijeron que eran tenderos que disfrutaban de un día libre después de pasar un fin de semana largo atendiendo turistas. En la mesa del lado, un campesino se relajaba con su sombrero sobre el rostro y su silla recargada contra la pared.
Si hubiera estado aquí durante la temporada de cosecha, habría visto a propietarios de fincas afuera de la sucursal de Bancolombia con bolsas de efectivo, rodeados por policías que brindan seguridad a los trabajadores que llegan a recibir su pago. Los sábados por la noche, esta plaza es una cacofonía estridente de la música de las discotecas y campesinos que pasean por el pueblo montados en caballos de exhibición; aún entonces hay cafés entre las cervezas sobre las charolas que las meseras llevan por las mesas.
El café es parte de la esencia de Jardín: la economía local que conforma una identidad cultural. Cuando llegó mi tinto, fue fácil ver por qué: el sabor era fuerte y robusto, fluía directamente de los granos y no de una capa quemada después de tostarlos. Le di otro sorbo a mi pequeña taza y me percaté de todas las personas que bebían café a mi alrededor; no había ningún termo ni vaso de papel. Nadie bebía su café para llevar. Todos se sentaban, sorbían, disfrutaban. Por eso vine: para dar rienda suelta a mi amor por el café. Jardín es un lugar perfecto, situado en el corazón de un cinturón del café en el suroeste de Antioquia, el productor más grande de los 32 departamentos de Colombia.
En los noventa, un colapso en los precios del café fue un golpe fuerte a la economía de Colombia. La mitad de su mercado de café se desvaneció y miles de familias en regiones cafetaleras cayeron en la pobreza. Como estrategia para el futuro, el gobierno colombiano comenzó a fomentar y apoyar a fincas para cultivar granos de café de mayor calidad que calificaran para mercados especializados donde los precios son más altos y estables.
Jardín adoptó la tendencia. La mayoría de los granos que se venden en el almacén cooperativo del pueblo van directamente a Nespresso, la marca de lujo que vende cafeteras con comerciales televisivos en los que aparece George Clooney. Aquí, las colinas están llenas de fincas familiares que compiten entre sí para cultivar el mejor café. Con la ayuda de un guía contratado —José Castaño Hernández, hijo de campesinos cafeteros— estaba listo para ver de dónde venía la rica infusión de mi taza y explorar el territorio del café en el norte de los Andes.
En la plaza, Hernández, de 41 años, me recogió en su auto y condujo a través de un puesto militar de control justo afuera del pueblo. Después de que los soldados nos señalizaron que podíamos pasar, mencionó que tomaríamos la ruta pintoresca para visitar una finca cafetalera a una altitud de 1800 metros sobre el nivel del mar. Con pintoresco quiso decir que era una ruta ecuestre. En la ladera de la montaña, se estacionó al borde de la carretera y nos reunimos con otro guía que tenía caballos ensillados. El trayecto a través de un camino lleno de piedras fue una serie de momentos impresionantes: vistas gloriosas del norte de Los Andes, rayos matutinos del sol que atraviesan nubes que parecen algodón; a veces pasaba algún tucán con su gracioso pico.
Después de algunas horas nos detuvimos y amarramos los caballos; Hernández abrió la entrada de una cerca alambrada. Era la puerta trasera de la Cueva del Esplendor. La entrada al público de esta atracción turística es un estacionamiento al otro lado del barranco, donde las personas dejan sus autos y caminan hasta la cueva. Desde este lado, descendimos a rappel gracias a unos cables de alambre. En la parte de abajo, entramos a una pequeña cueva con una cascada bañada por el sol que salía del techo de roca… otro momento increíble.
Después de otra hora a caballo, era hora de almorzar en la finca, una simple granja cerca de la cima de la montaña con paredes de estuco blanco y pintura azul. Ese mismo azul vistoso acentuó el pedestal de un altar al niño Jesús, y también una cruz que estaba en la bajada frente a una vista magnífica: más de una decena de cimas andinas extendiéndose hasta donde llegaba la vista, con frondosos cafetos que cubrían cada ladera.
Almorzamos en una mesa que estaba en la entrada techada. El menú incluía huevos fritos con la yema cruda; dos tipos de plátanos fritos: unos maduros y dulces, y los otros verdes y en patacón; frijoles rojos, y chicharrón. Puse los frijoles en un tazón y encima un huevo y varias cucharadas de una salsa picante. A la vuelta de la esquina, los campesinos y sus familias se sentaban en otra mesa, una mezcla de hombres, mujeres y niños que comían frijoles, huevos y chicharrón. Hernández había pedido un almuerzo típico de la finca, y eso le dieron.
“Los colombianos almuerzan bien; es su comida principal”, explicó cuando me preguntó qué me pareció la comida. “Trabajar la finca requiere estar bien alimentado”.
Después de que recogieron los platos vacíos, una mujer me sirvió una taza del café de la casa, el tinto. Sonreí y suspiré con el sabor puro: tan terroso y abundante en mi paladar, pero a la vez limpio, sin dejar sabor de boca alguno. Después, el encargado de la finca, Juan Crisóstomo Osorio Marín, me pidió que siguiera un camino terroso que lleva a las plantas de café. Marín dirige las operaciones de campo de la finca mientras que su padre es el propietario. Llegamos a un lugar donde montones de bayas de café de color rojo y verde brillante colgaban de cada rama. Son plantas prodigiosas; cada una tiene el equivalente a 450 gramos de café molido y terminado. Las bayas rojas de café, que parecen arándanos, estaban maduras y listas para recogerse. Competí con Marín para ver quién recogía bayas más rápido. Tras 30 segundos yo tenía 50 bayas en la canasta y Marín tenía más de 200. Me mostró que el truco es mover una mano por debajo de la rama mientras despegas las bayas con el pulgar. Con un solo movimiento podía sacar 10 bayas o más.
Durante la temporada de cosecha, Marín, de 40 años, reúne varias canastas de bayas de café para obtener más de 260 kilogramos diarios; lo hace en una ladera tan empinada que me pareció difícil permanecer erguido. Otros familiares hacen lo mismo. El año pasado, el padre de Marín, de 62 años, recogió más de 180 kilos en un día justo después de recuperarse de una fractura que sufrió en la pierna mientras jugaba fútbol.
Aun así, la producción aquí palidece cuando se le compara con la de plantaciones cafetaleras corporativas. La familia Marín enfatiza la calidad por encima de la cantidad. Nespresso califica estos granos como Triple A, su clasificación más alta de calidad y sostenibilidad.
Marín dijo que tres factores favorecían su café: la altura, que tiene la elevación suficiente para mantener lejos las pestes del café; la humedad, que se origina con las nubes que pasan y brindan una fuente constante de humedad, y la tierra roja.
“¿Por qué la tierra es tan roja?”, pregunté. Hernández me contó acerca de Nevado del Ruiz, un volcán que está en el norte de los Andes y arrojó ceniza a través de las cimas de las montañas.
“¿Eso es algo bueno?”, le pregunté a Marín a través de Hernández.
“Sí, claro, claro”, dijo Marín, asintiendo con la cabeza. La ceniza hace que la tierra sea rica y fértil. “Como una bendición; la tierra es mejor aquí arriba”.
De regreso en la finca, me mostraron la despulpadora que separa los granos de la fruta (como quitarle huesos a unas cerezas) y la parrilla de secado donde ponen los granos antes de que los lleven a la cooperativa. Por 15.000 pesos (cerca de cinco dólares), compré una bolsa de su café Triple A y le di las gracias a Marín por su hospitalidad.
Durante el viaje de regreso a Jardín, Hernández me dijo que, en sus siete años como guía, yo fui apenas su segundo turista de cafetales. Todos sus clientes van a observar aves, pero a él le gustarían más viajes como este. El abuelo de Hernández se estableció y comenzó la finca de café cerca de donde creció. Cuando ocurrió la crisis de los noventa, sus padres se divorciaron y él abandonó la universidad en Medellín para regresar a casa y ayudar a su madre a saldar sus deudas. Fue durante este periodo problemático cuando Hernández encontró su vocación como guía, un trabajo que le permite ayudar a que otros entiendan el significado de la tierra que ama. Su madre aún está en la finca de la familia, pero el café, como todo cultivo, es un negocio difícil, y él no está seguro de que pueda continuar. “Las historias de estas colinas me dan esperanza”, me dijo mientras recorríamos un camino terroso.
Hernández me dejó en la hotel donde me estaba hospedando afuera del pueblo y me dijo que regresaría en un par de horas. A las 18:00 me recogió para cenar en otra finca, que también está en las colinas, rodeada de follaje.
En la finca, una familia salió a la puerta —padre y madre con un hijo pequeño y una bebé— para saludarme con calidez; yo era el primer estadounidense que visitaba su casa (los suizos de Nespresso ya habían estado ahí). El propietario de la finca, Francisco Javier Ángel, sonrió y nos dijo que pasáramos a la mesa del comedor en la terraza al aire libre. Un solo bombillo en el techo atraía a las polillas y otros insectos del bosque, y a veces chocaban con mi cabeza mientras giraban en torno a la luz. Pero no había mosquitos, otra ventaja de la altura de la finca.
Ángel, de 37 años, parecía joven para ser dueño de una finca, pero es emprendedor. Había trabajado en esta finca cuando el propietario era un sacerdote local, quien se mostró impresionado por su ética de trabajo y le vendió la tierra. Su esposa, Mónica, fue a la cocina y regresó con vasos de limonada recién hecha con panela, una forma de azúcar mascabada. Ángel explicó que la panela también puede usarse para preparar el café chaqueta, que se sirve cuando hace frío o para darles a los recolectores de café una inyección de energía para los campos.
La cena familiar fue de frijoles, plátanos y chicharrón, esta vez acompañados de tiras de res, rebanadas de aguacate recién cosechado y arepas. Fue familiar pero gratificante, y mejor que cualquiera de las comidas que me dieron en los restaurantes del pueblo. Mientras cenábamos, Ángel explicó que su finca está certificada por Rainforest Alliance y sus granos están clasificados como de especialidad. La cooperativa en Jardín tiene un laboratorio entero dedicado a envasar y clasificar granos en cuanto se entregan.
Mientras la esposa de Ángel recogía los platos, pregunté si podía seguirla a la cocina para ver cómo preparaba el café. Me sonrió: “Sí”.
Preparar café es un proceso rústico y un ritual. Primero, calentó un litro de agua en una olla en la estufa de gas hasta que comenzaron a formarse burbujas en el fondo. Después le puso cinco cucharadas de café molido a la olla, apagó el gas y dejó que se asentara durante cinco minutos. “Silencio”, dijo. Mientras tanto, enjuagó cuatro tazas en agua caliente para que el cambio drástico de temperatura —si la bebida entrara a una taza fría— no impactara al café. Finalmente, lo sirvió a través de un pequeño colador en cada copa. Era una hermosa infusión oscura con un ligero halo de espuma café en los bordes.
De regreso en la mesa del comedor, sorbí y me quedé sorprendido por una simple taza de café por tercera vez ese día: tanta fuerza, tan rico, pero sin rastro de amargura. Pregunté qué hacía único a este café. Ángel y Hernández me lo explicaron.
El linaje cafetalero de Ángel data de tres generaciones, y él tuvo la idea de cultivar la misma variedad de granos que cultivó su abuelo hace 100 años… una suerte de café patrimonial. Sin embargo, no podían encontrar esas semillas; la cooperativa solo vende variedades modernas de café. Así que Ángel fue a cazarla a fincas abandonadas que habían sido destruidas por la crisis de los precios del café. En una encontró la vieja variedad de la generación de su abuelo.
Todos en el pueblo creyeron que Ángel estaba loco por plantar granos que sacó de barbechos, pero su café patrimonial está ganando adeptos. Lo vende con el nombre Pajarito, porque ve a muchas aves entre los arbustos donde se cultiva este café.
“Veo una oportunidad en el café”, me dijo Ángel. Esa es una gran declaración, dado que muchos de sus compañeros agricultores de café en todo Colombia están abandonando fincas y buscando empleos en las grandes ciudades. “Es la tradición de esta familia”, dijo Ángel. “Es lo que hacemos”.
Ángel y su esposa se reunieron con sus hijos en la terraza para despedirse mientras Hernández y yo nos adentrábamos a la noche. El aire zumbaba con insectos que cantaban un coro nocturno y ferviente. Un rocío de luces blancas, como estrellas parpadeantes, brilló en el bosque oscuro ante nosotros.
Cuando llegamos con la luz de día, el follaje era tan espeso que no podía ver más allá de los árboles. Pero ahora me daba cuenta de que esas estrellas eran las luces de las terrazas de las fincas en la siguiente cadena montañosa; cada luz era un hogar como este.
Era un recordatorio de que el café es un asunto familiar. Si te detienes, tomas un sorbo y disfrutas el sabor, puedes probar la seria labor y las vidas dedicadas al café.
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