En 1945 escapé de Europa con mi esposa. Lo único que cargábamos era una maleta, una olla de cobre y un par de sueños. Nos establecimos en Sopó, un pueblito frío de Colombia. Yo hablaba alemán, no entendía el español, y la guerra me había dejado más cicatrices que fuerzas. Pero había algo que no se me olvidaba: el sabor del yogur que hacíamos en casa. Con eso, y un poco de leche que comprábamos a los campesinos, empezamos de nuevo.
Vivíamos en una casa prestada y dormíamos al lado de las vacas para no morirnos de frío. El primer yogur lo fermentamos en la cocina con una receta de mi madre. Lo vendíamos en tarros de vidrio puerta a puerta. A veces no teníamos ni para el bus de regreso. Hubo un día en que nos robaron toda la venta de la semana y no pudimos comer nada. Pero ni así dejamos de producir. Lo hacíamos con las uñas, pero con el alma.
Con el tiempo, más personas empezaron a pedir ese yogur “raro” que vendíamos. Después hicimos quesos, kumis y mantequilla. Nos unimos con otros inmigrantes, nos formalizamos, creamos Alpina. Pero eso no evitó los tropiezos: una vez una bacteria contaminó una producción completa y estuvimos a punto de cerrar. Pero resistimos. Aprendimos. Invertimos en calidad, en ciencia, en gente buena. Hoy Alpina es lo que es porque nunca se hizo con prisas, sino con corazón.
No vine a este país a hacerme rico. Vine porque no tenía a dónde más ir. Y Colombia, con todo y sus desafíos, me dio un nuevo hogar. Hoy puedo decir con orgullo que construimos una familia, una marca… y una historia que empezó con leche, dolor y esperanza.
“Cuando te arrancan todo, solo te queda una opción: crear algo tan valioso que nadie pueda volver a quitártelo.”
– Max Käser

Comentarios