miércoles, marzo 15, 2017

Las prendas de una generación: historia emocional de todo lo que nos pusimos | Vanity Fair

Las prendas de una generación: historia emocional de todo lo que nos pusimos | Vanity Fair


Las prendas de una generación: historia emocional de todo lo que nos pusimos


Benetton, Amarras, Don Algodón, Levi's, Dr. Martens... Son marcas, pero también recuerdos de un momento en el que la moda era menos asequible y nuestro estilismo, puro trazo grueso.

Por MARTA D. RIEZU
14 de marzo de 2017 / 15:52




© Gorka Olmo


La Generación X no tuvo nada de sofisticado. No éramos refinados, sutiles ni astutos. No sabíamos nada de moda. Todo era de trazo grueso, in your face, tremendamente inocente. Antes de conseguir algo lo idealizábamos durante meses, y proyectábamos en la moviola de la mente peliculitas en las que llevábamos esa cazadora o esos tejanos y por fin todo nos iba bien, nos hacían caso, estábamos dentro.

Hoy se crece metido de lleno en el juego de las tendencias y las posibilidades son infinitas, pero la ropa que escogíamos esos años venía por mera imitación o antagonismo. Todos, sin excepción, copiábamos –a veces sólo mentalmente– porque no siempre podías elegir cómo vestías: no te daban permiso, no había dinero, te tocaba la ropa heredada del hermano mayor. No había nichos de mercado para la transición preteen: pasabas de llevar ropa infantil ridícula a ropa de adulto que te quedaba pelín grande y con la que parecías un adulto jibarizado.

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Aún existían las tribus y comprarse una prenda u otra era posicionamento y militancia. Hoy hay infinitos matices e híbridos, razón por la cual el atuendo de un adolescente es un storytelling diferente cada jornada. En los noventa no era así: podías ir vestido exactamente igual durante meses y meses, sin sentir la llamada del cambio.

THIS LAND IS YOUR LAND

En cada colegio o instituto había un mito fundacional, una persona que había logrado su aspecto no por mímesis, sino por instinto. Ese outsider nos sumía en una especie de hipnosis gregaria. En mi colegio esa persona se llamaba Jordi, llevaba el pelo largo, era repetidor y follonero (“la gente metida en problemas siempre es más sexy”, dijo John Waters) y él solito hizo que todos quisiéramos unos Levi’s.

© Gorka Olmo

Es una de las poquísimas marcas presentes en todas las décadas desde el nacimiento del adolescente como constructo, en los años cincuenta. Todos habían llevado unos Levi’s: Marlon Brando, James Dean, Marilyn Monroe, Jane Birkin, la mitad del cast de Quadrophenia, los hippies del verano del amor de 1967... pero de todo esto nosotros no teníamos ni idea. Veíamos los anuncios y lo que no entendíamos, lo intuíamos. El denim era el uniforme del rebelde: el western dude, la rudeza erótica del blue collar, la guapura sana y deportista de los chicos de Bruce Weber...

Nunca les faltó competencia –Lee, Wrangler, Lois, Pepe, Liberto, Marithé, Chipie, Diesel, Bonaventure– pero Levi’s no perdió fuelle hasta que a principios de los noventa aparecieron los diseñadores norteamericanos de lifestyle, que ofrecían no un producto, sino un universo entero: Ralph Lauren, DKNY, Tommy Hilfiger, Calvin Klein... No se quedaron de brazos cruzados y reaccionaron con la mejor publicidad de su historia (ese “Drugstore” de Michel Gondry, 1995) pero su cuota de mercado, que había alcanzado un 30 por ciento, nunca volvió a pasar del 15.

PUFF DANDIES

La estética paninaro nació en 1982 en una bocadillería de la Via Agnello de Milán (cuando el fast food era aún algo exótico y cool), y acabaría inmortalizada en la canción de Pet Shop Boys del mismo título.
Los primeros paninari fueron ultras del Inter FC, pero la tendencia enseguida mutó a algo meramente estético y apolítico, vanidoso y hedonista.

Arriba, las legendarias Dr. Martens. Abajo, la orgullosa version patria de las Timberland: las Panama Jack.© Gorka Olmo

Vestían botas Timberland, jeans Armani de tobillo muy remangado (para mostrar los calcetines de rombos Burlington), cazadoras Schott NYC o Avirex, camisas estampadas Naj Oleari, cinturones de El Charro, gafas Ray-Ban, relojes Swatch, y el alfa y omega del paninaro: los plumas Moncler.

Los paninari eran específicamente clasistas con los italianos del sur, los jóvenes de izquierdas y aquellos que no vestían a la moda. Con su popularización –incluso los cómicos de la Canale 5 parodiaban sus formas– el fenómeno paninaro acabó muriendo de éxito.


CUANDO IBA A COMPRAR ROPA CON MIS PADRES A EL CORTE INGLÉS, LA FRONTERA MENTAL ESTABA EN LAS 10.000 PESETAS. LO QUE BAJABA DE 10.000 PODÍA CONSEGUIRSE MEDIANTE ACOSO Y DERRIBO INSISTENTE. LO QUE PASASE DE 10.000 YA ERA ESTATUS DE CUMPLEAÑOS.

En Madrid hubo una marca de plumas local, Pedro Gómez, que fabricaba por encargo (se podía elegir la combinación de colores) y a la que se atribuye fantásticas leyendas. Dicen que el entonces rey Juan Carlos I los vestía en sus visitas a Baqueira, o que debido a su precio (80,000 pesetas de los años noventa) la gente no se los quitaba cuando bailaba en las discotecas por miedo al robo, con los consiguientes golpes de calor por asfixia. También servían para cerrar tratos (“te compro el Golf por 200,000 pelas y un Pedro Gómez) y, como toda marca de éxito, tuvo sus imitadores (Verlak, Rumilly, Roc Neige).

A España nunca llegó el atuendo literal del paninaro, pero sí muchas de sus marcas preferidas: Superga, Fiorucci, Sisley, Stone Island, Paul & Shark, sudaderas Mistral, mochilas Invicta...

Las Panamá Jack (marca fundada en 1989) fueron el exploit local de las americanas Timberland (1918) y su made in Elche es análogo al orgullo de la marca americana, que sigue fabricando en Boston. Como muchas de las prendas de esta lista, las Panamá eran un objeto de deseo unisex.
NIÑAS BUENAS

Cuando iba a comprar ropa con mis padres a El Corte Inglés, la frontera mental estaba en las 10.000 pesetas. Lo que bajaba de 10.000 podía conseguirse mediante acoso y derribo insistente. Lo que pasase de 10.000 ya era estatus y sólo caía por Reyes o cumpleaños. En los ochenta todos heredábamos ropa. A mí me tocó una tejana con el Mickey de toalla en la espalda (que me hacía hombros de quarterback), un chubasquero de la finlandesa Karhu (hoy hábilmente reeditado respetando el logo original y una bomber Chevignon.


© Gorka Olmo

Fuimos, posiblemente, la última generación pardilla. Éramos muy, muy tontos y no nos comíamos un rosco. Las chicas llevábamos todo el pelo hacia un lado, la cara con más terracota que los guerreros de Xian, perfume Don Algodón, incomodísimos pantalones fuseau, zapatos asimétricos Twins de Camper (que cambiaríamos ya en los noventa por unos Pelotas, que nos parecían el colmo del diseño), camisas de Cacharel y Anaïs Anaïs...

© Gorka Olmo

Se gastaba dinero semanal en revistas (Súper Pop, Nuevo Vale, Ragazza) y se ahorraba para cedés. No sabíamos las letras de las canciones, no cogíamos nunca aviones, Zara era una tienda de barrio. Los más afortunados volvían de Andorra con Nike Air Jordans, discmans, Reebook Pumps, camisetas de rugby Benetton más baratas. A propósito de estas últimas: no quiero saber lo que habrán subido de precio en eBay después de aparecer en “Narcos” (Escobar abraza el normcore: ¡ojo a la imitación de Amarras!).

© Gorka Olmo

El eterno desasosiego adolescente unido a la sequía de estímulos visuales hacía que estuviéramos ávidos de flechazos. Y, de pronto, sucedía. En un videoclip, en la caráctula de un vinilo, en una revista americana que te traía un pariente enrollado: boom. Lo veías, y esa imagen (¿por qué esa y no otra? ¡Quién sabe!) era una revelación. A mí me sucedió con una foto de Kate Moss en el sofá con unas Gazelle.

© Gorka Olmo

Mi mejor amiga vio Singles (Cameron Crowe, 1992) y ahorró meses para sus primeras Dr. Martens. Así se forjaban los estilos; por azar y por escasez.


© Gorka Olmo
EL PIJO MEDITERRÁNEO

Si Pedro Gómez fue un fenómeno circunscrito a Madrid, en las ciudades playeras nos volvía tarumbas todo lo marinero, lo tenístico y lo francés (que metíamos en el mismo saco). Los naúticos Pielsa, las zapatillas de lona Dunlop, el surferismo de Custo Line (que dio lugar al Custo actual), los chandals Ellesse (que patrocinaba, entre otros, a Chris Evert, Boris Becker, Mats Wilander o Arantxa Sánchez Vicario), las sudaderas Donnay, las deportivas Gola o Diadora y por supuesto el polo Lacoste nos vendían un mundo casual sofisticado y con un punto de desdén.

© Gorka Olmo

Que lo naval vende lo sabían también en secano: José Ynclán abrió en la calle Lagasca en 1979 “Amarras, la tienda del mar”. De ahí saldría la mítica sudadera que acabaría llevando todo el país (Julio Iglesias incluido).

Era enternecedor el empeño en pasar por atlánticos. La lástima es que no somos franceses, y se nos nota. Lo que en un joven de Biarritz se veía sofisticado perdía mucho en un achaparrado de Huesca.

En el verano de 1987 mis dos primas y yo nos pusimos polos de Lacoste (queríamos ser las ‘chicas cocodrilo’ de la canción) e hicimos colas de una hora para el estreno de Sufre mamón, un subproducto de los Hombres G que aún volveríamos a ver dos veces más. El malo de la película, el que intentaba robar la novia a David Summers, se llamaba Ricky Lacoste (primo hermano del cantante en la vida real y robaplanos de aúpa). La historia es ochentas puro: intrascendencia, autocomplacencia, jerséis Privata grandes como sacos, sexismo, oseas y “telojú”, un Ford Fiesta blanco, Vespinos con pegatinas de Pachá y Snoopy. Más o menos, lo mismo que fuimos nosotros.


© Gorka Olmo

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