Tokio es como una canción de Leonard Cohen hecha para las pistas de baile. Una especie de occidente pero con más luces y con los ojos más rasgados.
Recuerdo que entré en una tienda cercana a mi hotel. Aquella noche, llegue tarde. El avión aterrizó a eso de las 9 de la noche. Hora local. Era mi primera vez en Japón.
Recuerdo que entré en una tienda cercana a mi hotel. Aquella noche, llegue tarde. El avión aterrizó a eso de las 9 de la noche. Hora local. Era mi primera vez en Japón.
“¡ Irasshaimase konnichiwa! “( Bienvenido, hola! “). Durante los siguientes días estuve recorriendo muchas calles. Entraba en las tiendas de conveniencia. Hay miles. Y en todos oía la misma frase. Me llamaba la atención lo correctos, rozando el servilismo, que eran los empleados. Yo venía de otro planeta. De otro Retail.
En cuanto te veían entrar en la tienda, rápidamente se acercaban a ti. Era un respeto extraño. Algo incómodo para un occidental como yo…. Demasiado incómodo. De pronto, eras una especie de ser superior, y no estabas preparado para ello: sólo habías entrado ahí para comprar unas cocacolas y un paquete de galletas. Y créanme, es complicado ser un ser superior si no te han preparado para ello desde que eras un prepuber: tienes que adoptar tu rol dignamente, y no sabes muy bien qué hacer. Es como si estuvieras paseando, te tropezaras, y tras caer al suelo, levantaras la mirada y estuvieras en medio del escenario, con el teatro lleno… Y no te supieras el guion.
Uno venía de un mundo donde comprabas cosas, pagabas, y en la mayoría de las ocasiones te largabas. Fin de la historia. Nada especial ocurría entre el tipo que te cobraba y tú. Nada demasiado malo, ni nada demasiado bueno. Es más, yo venía de un mundo donde nadie tiene su lista de momentos memorables en tiendas donde tuvo un servicio al cliente extraordinario. Nadie coleccionaba en su memoria esos momentos. Coleccionaban otras cosas.
Yo me dedicaba ya a esto del Retail. Y aquello fue como viajar a un mundo que no sabía que existía. Y se supone que aquello me debía gustar, pero si les he de ser sincero, no terminaba de sentirme a gusto, más allá del muro trumpniano que era el lenguaje, había un lenguaje corporal que entendía, y aquel lenguaje corporal era empalagosamente educado.
Recuerdo que me preguntaba cómo nos verían ellos cuando vinieran a nuestro mundo, de vacaciones, o por cualquier otra razón, y fueran a nuestras tiendas, y nadie les genuflexionara la cabeza. ¿Del mismo modo que yo me sentía avasallado ante tanta educación, ellos se sentirían incomodos ante nuestro servicio al cliente?
Luego, supe que casi todas las grandes cadenas de tiendas, tienen sus propios manuales basados en algo que se llamaba manual keigo (敬 語) algo así como “respetuoso”, una especie de discurso honorífico japonés utilizado, en este caso, por los empleados de la tienda y aplicado de manera uniforme independientemente de la edad o el estado del cliente. Keigo implicaba hablar muy humildemente de ti mismo y dirigirse formalmente a la otra persona con el mayor respeto y estima.
El caso es que en los días que estuve allí, vi de todo. Recuerdo a dependientes llevándome las bolsas de lo que había comprado hasta la salida de la tienda. Y despedirme con frases que no entendía pero que eran fáciles de descifrar: yo era un tipo importante. Me sucedió varias veces. Debo reconocerles que al principio sentía esa especie de lava tibia que te sube por el estómago cuando el dependiente carialegre me portaba mis apenas pesadas bolsas. Pero supongo que luego me vine arriba y terminó por gustarme. Uno no está acostumbrado a estas cosas: pensaba que solo le sucedía a los mortales que superaban el derecho de admisión de Tiffany.
Recuerdo entrar en unos grandes almacenes, justo cuando lo abrían por la mañana y ver muchos empleados en fila inclinándose a mi paso. Es lo más cerca que he estado en mi vida de entender en qué consistía eso de que corra sangre azul por tus venas.
Les confieso que llegó un momento que llegué a pensar que aquello no estaba nada mal.
Pero no todo era guay. Es más, había cosas que eran un coñazo. Por ejemplo: en el supermercado que solía ir, los cajeros anunciaban el precio de cada artículo mientras lo escaneaban, en vez de decirme un precio final, darme el tique y adiós. Pero supongo que soy un tiquismiquis occidental.
El caso, es que Japón es uno de los mejores países del mundo si usted dedica mucho tiempo al día a comprar cosas. Si es así, gran parte del día usted será tratado como una especie de héroe efímero (como en la canción de Bowie), incluso aunque lo que usted esté comprando sea papel higiénico.
Autor: Laureano Turienzo
No hay comentarios.:
Publicar un comentario