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lunes, enero 04, 2016

EL ENIGMA DE LAS TIENDAS DE BARRIO

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Alejandro Guarín
Después de estudiar música y biología, me pareció que lo más consecuente era estudiar geografía y dedicarme a las tiendas de barrio.


EL ENIGMA DE LAS TIENDAS DE BARRIO

El lenguaje que persiste en nuestra cotidianidad colombiana es la voz de ese lugar tan propio que son las tiendas del barrio: ¿a cómo la libra? Contrario a lo previsto y a la tendencia latinoamericana existen aún las pequeñas tiendas que hacen de las suyas para no desaparecer.
Las tiendas de barrio son como las capilares del sistema circulatorio de alimentos en Bogotá. Las más de 150 mil tiendas (una por cada 50 habitantes más o menos) llegan hasta los límites más apartados de la ciudad; acaso pueda decirse que su presencia marca los límites de la ciudad. Muchas de ellas surgen y desaparecen cada día -pequeños triunfos y tragedias que los números no son capaces de capturar-. Se calcula que las tiendas mueven cerca del 80 por ciento de la comida que se vende en Bogotá, aunque esto es difícil de establecer con certeza, ya que muchas de ellas no están registradas formalmente. Los números de un censoreciente sugieren que solo una décima parte de las tiendas aparecen en el radar de las instituciones del Estado.
La persistencia de las tiendas de barrio en Colombia es una especie de misterio. Desde comienzos de los años noventa ha habido un enorme crecimiento de las grandes empresas de supermercados. Ante el tamaño de las inversiones de estos conglomerados económicos, mucha gente comenzó a pronosticar el declive del comercio tradicional. Era lo que había pasado en otros países como Estados Unidos o Inglaterra a principios del siglo 20, y sin ir tan lejos, en Chile y en Argentina más recientemente. Lo de Colombia era una cuestión de tiempo. ¿Por qué? Las cadenas de supermercados son tan grandes que su poder de negociación es casi infinito. Es decir que pueden obligar a sus proveedores a venderles cada vez más barato y a la vez pueden ofrecer estos bajos precios al público. Los márgenes de ganancia son milimétricos, pero los enormes volúmenes hacen rentable el negocio. Como los pequeños negocios no tienen el mismo músculo, primero comienzan a vender a pérdida y eventualmente tienen que cerrar. Por ejemplo: el crecimiento de Amazon.com y otras librerías de cadena ha sido catastrófico para las librerías independientes en Estados Unidos y Europa (y muchas de ellas han tenido que inventarse trucos para no morir). En el caso colombiano la teoría indicaba que, al no poder competir con los precios de los grandes supermercados, las tiendas irían desapareciendo.
Y sin embargo, ahí siguen. Contra todo pronóstico, las tiendas han resistido el embate de las grandes empresas de supermercados. Desde hace unos diez años, la participación del mercado en Bogotá está dividida prácticamente en mitades iguales entre el comercio tradicional y el moderno. ¿Qué explica este misterio? Hay muchas razones. La mayoría de gente piensa inmediatamente: porque fían. Y es cierto, algunas tiendas lo hacen (otras dicen “hoy no fío, mañana sí”), pero ahí no está el meollo del asunto.
La respuesta es más fácil: las tiendas persisten porque logran vender igual o más barato que los supermercados.
Para entender por qué, primero hay que entender qué venden las tiendas y cómo se abastecen. La mayoría de tiendas vende un poquito de cada cosa: productos frescos como frutas y verduras –como en el popular “líchigo”-, e incluso carne de res y alimentos procesados como aceite, azúcar, granos, gaseosas, lácteos y dulces. Cada uno de estos grupos tiene rutas de abastecimiento bien distintas, pero en ambas la tienda tiene una ventaja comparativa insuperable.
Miremos el caso de los alimentos frescos. Cada día miles de tenderos madrugan al mercado mayorista de Corabastos para comprar frutas y verduras. La hora pico del negocio es a las tres de la mañana porque los tenderos tienen que regresar (normalmente en transporte público) a tiempo para abrir los negocios. El mismo movimiento de madrugada ocurre también en los mataderos donde los tenderos y carniceros de barrio compran la carne tan solo horas después del sacrificio.
La clave de esta actividad, que sucede mientras el resto de la ciudad duerme sin sospechar, es que los tenderos no buscan necesariamente lo mejor sino lo más barato. Mientras los supermercados solo compran frutas y verduras uniformes, los tenderos buscan el mejor precio así los productos tengan pequeñas magulladuras o defectos. Lo mismo en los mataderos: los tenderos no van detrás del lomo fino sino de los cortes de carne que puedan vender más barato, como los huesos o las vísceras. Claro, esto no implica que los tenderos solo vendan frutas en mal estado o tripas, sino que el surtido de sus tiendas está determinado por la demanda y no por atributos estéticos.
Lo que sucede entonces es que, día tras día, madrugada tras madrugada, los tenderos hacen el trabajo de encontrar lo más barato del mercado mayorista, llevarlo a sus tiendas y ponérselo a los clientes a media cuadra de su casa. Los supermercados no pueden competir con eso, sobre todo en las zonas de la ciudad donde la gente no tiene mucha plata -o sea casi todas las zonas de la gran ciudad de Bogotá-. 
El abastecimiento de productos procesados es distinto. En lugar de tener que ir de un sitio a otro a comprar aceite, azúcar o leche, la gran mayoría de tenderos recibe estos productos a domicilio. Primero pasan los vendedores puerta a puerta tomando los pedidos y a los pocos días llega el despacho. Esos miles de camiones, furgonetas, motos y bicicletas que uno ve por todas las calles de Bogotá repartiendo comida son los ejércitos de distribución que tienen las empresas productoras de alimentos para barrer cuadra a cuadra y llevarle a cada tienda su pedido, por pequeño que sea (y casi siempre lo es: dos botellas de yogurt, tres de aceite, diez libras de arroz…).







La logística de esta operación -150 mil clientes únicos- ha requerido una inversión enorme por parte de la industria de alimentos, pero los beneficios han sido proporcionales. Al distribuirle directamente a cada tienda, los productores de alimentos les llegan directamente a los consumidores sin tener que pasar por la intermediación de los supermercados. Esto le quita poder de negociación a los grandes almacenes (que no pueden vender tan barato como quieren) y le da a la industria la posibilidad de vender sus productos al mismo precio de venta sin importar donde. Vale lo mismo una gaseosa en una tienda de barrio en Ciudad Bolívar que en un supermercado del Chicó.
Esta ventaja de la industria de alimentos sobre los grandes supermercados es especialmente notoria en Colombia, y explica por qué las tiendas son relativamente más importantes aquí que en otros países de la región con niveles de ingreso similares. La razón tiene un poco de azar y un poco de estrategia. Las tiendas han sido tradicionalmente importantes en Colombia. Y la industria de alimentos, al ver que los supermercados estaban entrando pisando duro en otros países, decidió volcarse al comercio tradicional y fortalecer sus relaciones con las tiendas. En Colombia, a diferencia de los demás países de la región, la industria se ha dado el lujo de hacerle pistola a los grandes almacenes.
Una metáfora muy usada en la prensa para referirse al tema de las tiendas y los supermercados es la de David y Goliat. Puede ser. Pero en un mercado lleno de gente sin mucha plata, el poder lo tiene quien pueda vender barato. Y desde ese punto de vista el Goliat es Don Antonio, el de la tienda de la esquina.